Las aglomeraciones registradas el primer día sin toque de queda son una advertencia muy seria en contra del optimismo excesivo e irresponsable.
Desde el punto de vista psicológico, es explicable y comprensible que el sentimiento colectivo a nivel global (y Guatemala no es la excepción) sea desear ansiosamente volver a la normalidad, volver a hacer lo que estaba prohibido, ver a los seres queridos que no se habían visto, viajar y reunirse, entre muchas otras cosas. Económicamente el prurito es más agudo, ya que las cuentas están muy golpeadas, y los pagos, las deudas y otros compromisos financieros no son tolerantes ni flexibles. Mucha gente sintió y se siente desesperada por dejar atrás la pesadilla.
Lamentablemente, esta es una construcción psicológica (muy explicable y comprensible, repito) y no por ello determina la realidad. Y es que, para el mundo, Guatemala incluida, la realidad puede ser muy desagradable y dolorosa. La pandemia no ha concluido, el covid-19 sigue muy activo, y en Guatemala, pese a que nunca se hicieron ni se están haciendo suficientes pruebas, incluso las muy cuestionables y dudosas cifras oficiales muestran que la curva de contagios sigue creciente, con alrededor de 8,400 casos activos y 3,300 muertes. A diario todos los departamentos reportan casos nuevos, y el semáforo del covid-19 mantiene a la mayoría del mapa del territorio nacional teñido de rojo, con escasas áreas naranja y unas pocas amarillas.
Es una realidad profundamente dolorosa que viven cotidianamente las familias de los fallecidos: nada les devolverá la vida a sus seres queridos. Sin embargo, en relación con la población total, es una minoría muy pequeña la que está sufriendo esta conciencia extrema de la gravedad de la situación, ya que al resto parece estar embriagándolo un optimismo irracional, pero sobre todo irresponsable, producto de la ansiedad y la desesperación. Prueba de esto es que la misma ministra de Salud Pública y Asistencia Social expresó su preocupación por las aglomeraciones en restaurantes de comida rápida registradas en el Día del Niño y de la Niña, así como de múltiples denuncias ciudadanas de aglomeraciones en gimnasios. La ministra, además, se vio obligada a recordar que existen sanciones drásticas para este tipo de irresponsabilidades.
El optimismo debe ser racional y fundamentarse en la realidad. Un optimismo responsable debe partir de que la pandemia continúa y de que el riesgo sigue siendo mortal.
Asimismo, me parece que el optimismo prevaleciente también tiene una carga muy perniciosa de egoísmo, quizá alentado por lo que muestran los datos globales y nacionales: de los más de 93,700 casos registrados a la fecha en Guatemala, alrededor de 8,400 están activos, alrededor de 82,000 se han recuperado (la gran mayoría) y solo una minoría, alrededor de 3,300, han fallecido. Similar a otros lugares, la tasa de fatalidad no supera el 4 %, con lo cual mucha gente que se sabe de bajo riesgo asume egoístamente actitudes temerarias para hacer lo que se le da la gana, confiada en que la cosa no pasará de un par de semanas de malestar a la hora de un contagio y sin importarle el riesgo de contagiar a alguien de alto riesgo.
Otra fuente de optimismo es lo que las autoridades dicen de las expectativas de recuperación económica. Es verdad que se espera que 2021 sea un año de recuperación comparado con 2020, pero los organismos internacionales están moderando estas expectativas y advierten que el panorama es muy incierto. Prueba de ello es que en otros países se están viendo forzados a volver a imponer cuarentenas y confinamiento ante rebrotes y segundas olas de contagio.
El optimismo debe ser racional y fundamentarse en la realidad. Un optimismo responsable debe partir de que la pandemia continúa y de que el riesgo sigue siendo mortal. Se trata de construir una nueva realidad, no de volver a la que teníamos.