Es casi como un mantra y cuando lográs el rítmo -para mí, deficiente en las cuestiones musicales y rítmicas siempre ha sido difícil encontrar el rítmo-, cuando lo logras es maravilloso. Te das cuenta que tu cuerpo funciona, que puedes hacer cosas con tu humanidad que van más allá de desplazarte torpemente por la tierra y desparramarte en un sofá. Son momentos épicos.
Y allí estás, sumido en tus pensamientos, rodeado de agua a la temperatura exacta, regocijado en la maravilla de tu existencia y ¡chop!, alguien te pega un manotazo en el pie. Es como el equivalente acuático de que te van pisando los talones. Llegas a la orilla, giras y te impulsas con todo, a ver si dejas atrás al cabrón que disfruta metiéndote prisa. Pero no hay caso. Va detrás de tí, pegado como una lapa. ¡Chop!, ¡Chop!, ¡Chop!
Das una vuelta más y llegas al final de la piscina. Ya no piensas en nada. Atrás quedaron esos momentos de belleza azul, de pensamientos absortos en las diminutas burbujas que salen del fondo de la piscina. Estás sin resuello, silbando como una tetera. Y, no puedes ni recuperarte. Atrás está él, con una sonrisota que es todo dientes y una pizca de burla inocente. Sabe lo que hizo. Pero también sabe que no es problema. Que él, ellos, tus complices, se pueden permitir esas libertades y no pasa nada. Un segundo después llega el otro y su sonrisa deformada por el snorkel no da lugar a dudas: está feliz de estar de nuevo en el agua.
No hay conversación. Son diez o quince segundos. De hecho no hay ruido, no hay nada más que la luminosidad de la tarde que muere sobre las olas que forman los otros nadadores y, al fondo, a lo lejos, los gritos de unos niños y el incesante chapoteo. Y no hay conversación, no hay otros, estás solo. Pero no estás solitario. Estás junto con el agua, la luz y el silencio. Y sabes que todo está bien, que tu gente está bien, que tú estás bien y que estás en ese instante entre hallarte sin resuello y volver a tomar la faena.
Supongo que algo así debe ser cuando te mueres, un momento de gloria, de infinita intensidad que se prolonga a lo largo de la eternidad. Para mí eso de la gloria, el más allá, en un paraje bucólico acompañado de tus amigos y tus familiares y un grupo de gente como de anuncio de Benetton y un león y un cordero y arboles en otoño como postal de La Atalaya siempre se me hizo impráctico. Al final tus amigos y tus familiares y el león y la ovejita no dejan de ser gente como uno, con defectos y taras. Y, pasar la eternidad con eso, de plano no es el paraíso.
No. El Paraíso, la gloria es lo otro. Es estar solo en esa gloria, en ese estado de perfección, pero sin estar solitario porque en el fondo sabes que no estás solo. Es estar bien, con todo y con todos.
Un codazo me saca de esa gloria infinita.
-Vamos, dice mi cómplice.
Le pido un poco de ventaja y parto sabiendo que es en vano, que me va a alcanzar y me va a comenzar a meter prisa. Así son ellos, llegan un día y desde ese momento comienzan a meterte prisa.
Y desde el día que llegan te ves abrumado por ese sentimiento de responsabilidad, de temor ante el futuro, de dudas sobre tus capacidades para logarlo. Y ahí vas, a golpes y trompicones, tratando de hacer lo mejor que podés.
Supongo que no soy el único que le pasa, esa sensación de vértigo, de responsabilidad, de duda, eclipsa los sentimientos de amor algodonado que se supone que deberíamos sentir. Y te sientes como si hubiera algo que no encaja en tu vida, porque no está ese sentimiento que todo el mundo dice que tendrías que sentir.
Pero luego se van haciendo mayores y un día te van pisando los talones en el agua y llegas a la orilla y recuperas el resuello, aunque sea por un segundo antes de abandonar la gloria para continuar en esa batalla incesante.
Y antes de que te den un nuevo codazo para comenzar, hay un segundo de gloria, de paz y de certidumbre que estás bien con todo y con todos -al menos con todos con quienes importa-.
Y allí sientes ese amor, ese sentimiento que te han dicho que se supone que tendrías que sentir.
Y antes de que te des cuenta, antes de que podás enfocar bien a qué sabe la gloria, llega el codazo y con él la prisa de tener alguien dándote manotazos en los pies.