Así, por recomendación de mi esposo historiador, cayeron en mis manos los dos volúmenes de The Mexican Revolution de Alan Knight (1986, Universidad de Nebraska).
Apenas voy comenzando. La obra es densa pero la lectura es muy entretenida y el estilo envuelve rápidamente. El autor decidió empezar con el México de Porfirio Díaz como telón de fondo, obviamente, y por ahora se enfoca en tres aspectos medulares: la gente, los lugares y el régimen.
Hablando de la gente, lo que me llama mucho la atención es cuando explica la naturaleza de las comunidades indígenas campesinas, pues contrasta seriamente con un discurso similar que resuena tanto en la Guatemala contemporánea: el de que los indígenas son de por sí conservadores. En realidad, el estudio historiográfico del autor revela que, según lo observado alrededor del mundo en comunidades campesinas en situación de subsistencia, ese supuesto conservadurismo y hostilidad hacia la innovación por parte de los campesinos eran características inducidas por la misma posición precaria y subordinada de las comunidades indígenas, como mecanismo de defensa frente a presiones externas, fueran estas del gobierno, de los terratenientes o de otros elementos. Estas eran respuestas sociales ofrecidas a condiciones sociales dadas y no producto de la cultura indígena per se. (p. 7). Lo interesante es que este prejuicio lo compartían tanto las capas dominantes como los mismos revolucionarios mestizos.
Traigo esto a colación para abonar en los numerosos debates alrededor de dos argumentos altisonantes con relación a los campesinos: la legislación sobre el desarrollo rural y la protesta social ante las nuevas industrias extractivas en el país. Por un lado, que las comunidades campesinas, indígenas o no, son conservadoras y por ende reacias al cambio, al desarrollo y al progreso. Y por otro, que los tomadores de decisión desde los centros urbanos y representantes de los sectores económicos dominantes del país (nacionales y transnacionales), saben mejor qué es lo que conviene a aquellos que pretenden ayudar a salir de la pobreza.
Un buen ejemplo que ilustra este dilema lo ofrece un reportaje muy completo del New York Times, publicado el fin de semana pasado sobre el efecto de la demanda de biodiesel como fuente de energía alternativa en Estados Unidos, y cómo esto afecta a las familias campesinas en Guatemala. El reportaje rinde cuenta de cómo se ha encarecido el maíz, fuente principal de alimentación de las familias pobres o en subsistencia en el país, y desplazado a agricultores de sus tierras o cultivos, debido al reemplazo de los sembrados de maíz por otros cultivos de exportación (la palma de aceite) para cumplir con normas estadounidenses, pero que a la larga sigue poniendo en riesgo la salud y seguridad alimentaria de muchas familias guatemaltecas en el campo.
Como bien indica un amigo, se desviste a un santo para vestir a otro. Resulta que lo que es supuestamente bueno para la economía verde o sostenible de un país, que además goza de subsidios importantes en materia agrícola, deja en la precariedad a otros como Guatemala, en donde no existe una red de protección social robusta que pueda subsanar los efectos negativos de este nuevo tipo de producto de exportación. Entre ellos, la contaminación de los ríos, la fumigación de las plantas sin protección para los habitantes, la falta de servicios de salud y el encarecimiento de los productos básicos.
Regresando a la muestra historiográfica de marras: ¿qué tal si los temores de las comunidades son bien fundados y no son producto de ninguna predisposición cultural sino de amenazas reales? ¿Sabrán los expertos y tomadores de decisiones qué es lo que más conviene a las comunidades rurales? ¿Tiene o no fundamento la protesta social? ¿Cuál es la responsabilidad social de las empresas que lucran con este nuevo tipo de negocios “verdes”?