Metonimia

Pensemos un poco en política.
La señora menstrúa: todas las señoras menstrúan. Pareciera ser igual a decir, algunos guatemaltecos (narcoempresarios financistas) han decidido: Guatemala ha decidido. La parte se convierte en el todo de la expresión, las sutilezas se borran y el infinito desaparece, los esbirros continúan su marcha metonímica.

De ahí que cuando se cree que uno habla de lo mismo, pareciera que en realidad es lo mismo aquello que habla por uno. Para explicar por qué los instrumentos no funcionan, se acusa de culpable al universo, al mundo, a la sociedad, a las personas. Esos inquietos, hiperactivos y “detestables” niños que escapan a la normalización disciplinaria, cuantitativa y lógico formal (¿han visto cómo se justifica el fiasco del cuantitativismo electorero?).

La particularidad, la diferencia, quedan bajo el totalitario manto del occidentalismo y su inagotable empresa imperial. Lo que importa no es comprender cómo es el otro, su ética, su mundo, sino despreciarlo, acusarlo por no sedimentar en la indiferencia, buscar cómo someterlo, finalmente, en la máquina metonímica.

Por ello, no es solo que la metonimia sea un recurso retórico diariamente utilizado por la industria de comunicación mediática masiva (el “Guatemala ha decidido”), sino que el occidente mismo se ha montado sobre ese sustrato de razón y lo ha convertido en su principal recurso de dominación; es la policía del lenguaje, del pensamiento ordenador y estratificante.

No podemos comprender la metonimia únicamente como la putona y desprestigiada hermana de la bien educada, virginal y apretada metáfora, sino que hay que verla como una razón particular que es, aún, poder hegemónico. Esa es una de las acotaciones que el sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos hace en su interesante proyecto crítico.

Para comprender la razón metonímica, puede hacerse una rápida revisión de los procedimientos dicotomizantes con los que son construidos los referentes más importantes de la actualidad: superior-inferior, desarrollo-atraso, moderno-primitivo, capitalista-improductivo, masculino-femenino, blanco-negro, democrático-totalitario, civilizado-salvaje, urbano-folk, hetero-homo, adulto-joven, ciencia-saber, norte-sur, moderno-tradicional, global-local.

El problema no se encuentra en la oposición de contrarios, en la dicotomía en sí, sino en la jerarquía que uno de sus elementos establece sobre el otro. Es la semiótica deleuziana misma la que se hace evidente en este flujo de enunciación. Lo importante es que los sujetos estén bien gobernados por el predicado y los enunciados queden siempre rogando por más normatividad al dios de la enunciación. Los estratos, las clases, los períodos, los géneros, son el verdadero recurso retórico detrás de todo esto.

No es, entonces, un problema lingüístico, sino un régimen de signos y un régimen de cuerpos. El atraso solamente puede ser comprendido como una ausencia de desarrollo, la inferioridad como falta de superioridad, el totalitarismo como escasez de democracia, el salvajismo como un estado de precivilización, la locura como una carencia de sanidad, etcétera.

Estas dicotomías crean una separación basada en el juicio que separa lo “positivo” de lo supuestamente “negativo” sin siquiera cuestionar los criterios de clasificación. Todo lo degradado en la falta se acopla como una extensión malograda, un apéndice autoafirmativo de la parte-amo. Fluye entre ese espíritu anal, una micropolítica del signo en donde las dicotomías no encuentran sus elementos al lado uno del otro, sino violentamente encaramados (¿herencia del hegelianismo?).

¿Puede ser creada una epistemología de lo diferente sin recurrir a la difícil dicotomización dominante? ¿Qué importancia le daremos a la prolongación del presente, que refleja infinitas formas, prácticas, usos y éticas “ilegítimas” que escapan y resisten el dominio de esta razón metonímica que reduce al mundo a una única de sus formas de expresión?

A una política que se plantee esas mínimas preguntas sí le apuesto.

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