Imaginemos a un médico con un paciente. ¿Bebe usted alcohol, don Jimmy? Lo normal, doctor.
Y aquí es donde hay que citar a junta de emergencia a los epistemólogos, a los lingüistas y a los moralólogos, quienes, para no menear la lancha, nos dirán que lo normal es relativo, que depende de la cultura y de la educación y que disculpemos, pero los esperan en otra reunión dentro de diez minutos. Normal.
Cuando a algo se le puede señalar de relativo (o sea que depende de varias cosas) la discusión se queda sin sustancia, sin tracción.
Así puede ser que para don Jimmy tomar según sus propias unidades de medida sea normal, y si no lo es, él lo normaliza (y por sentencia lo cotidianiza) y punto. Pero para otras personas el beber alcohol diariamente no es normalidad. Quizá lo vean sin excesos si se da en fines de semana, en días feriados o cada fin de mes. Otros dirán que beber no es aceptable (por lo tanto, no puede presentarse como normal). Ese es el dilema absoluto de lo relativo.
Podemos estar de acuerdo en que hay ciertas cosas que se consideran normales debido a que se practican extensivamente o son aceptables por la mayoría. El tráfico lento es generalizado los viernes y llegamos a considerarlo normal. Lo contrario, lo anormal, sería la fluidez.
Así que detrás de la normalidad hay cierto consenso de la sociedad, de sus gobernantes, de las empresas, de las familias, de las personas.
Para un padre o una madre golpeadora la normalidad es descargar su ira o frustración en el otro o en sus hijos. Sin embargo, hay algunas normas que determinan lo contrario y es por eso que pueden terminar en prisión, con orden de alejamiento, etc.
El sector transporte en Guatemala normalizó la circulación de sus unidades sin tener seguro para cubrir los percances que ocasionan a diario. En otras partes del mundo eso no es normal, pero aquí sí y el gobierno prefiere no cumplir con su obligación regulatoria y de forma cobarde e irresponsable renunció a poner en vigencia la ley que obligaba a tener seguro, algo que según los transportistas «es una violación de sus derechos adquiridos».
Regresemos en el tiempo. Antes era normal que los niños respetaran a sus mayores, que la gente se saludara al cruzarse en la calle, que se dijera gracias y por favor, que diéramos los buenos días o lo que toque al subir a un elevador, que los buenos jueces encarcelaran a los malos ciudadanos y muchas cosas más. Toda esa normalidad apuntaba a tener una sociedad ordenada, moderada y responsable ante preceptos morales y éticos.
El signo de los tiempos es que las agujas de la brújula se volvieron locas y lo malo fue convirtiéndose en normal
El signo de los tiempos es que las agujas de la brújula se volvieron locas y lo malo fue convirtiéndose en normal («La corrupción es algo normal en Guatemala», ¿recuerdan?). Así que lo normal ahora es que los corruptos persigan legalmente a los inocentes, que los diputados tengan docenas de plazas fantasma por derecho adquirido y que cobren peaje por cada ley que apoyen, que el costo de construcción de la obra pública sea escandalosamente alto si se compara con cualquier país con Estado de derecho y eso es gracias al régimen de sobornos y comisiones, que hoy son normales.
Estamos frente a la causa de nuestros grandes males: hemos normalizado lo malo. Ya no nos molesta, no nos exalta los ánimos. Es más: ya ni nos importa.
Vivimos tiempos en los que ser una persona normal consiste en ser un mal ciudadano, en ser egoístas y aprovechados, en buscar la ganancia rápida sin medir costos ni consecuencias.
Lo normal, lo aceptado por la generalidad, es destructivo para la sociedad. Ya no es algo positivo ni deseable.
En esas condiciones, ser normales ya no nos hace confiables. Es preferible ser considerados anormales.
No debemos permitir que nos carcoma el cáncer de la nueva normalidad. Necesitamos rebeldía no violenta, resistencia pasiva, activismo ciudadano, revoluciones personales y un sentido renovado de lo que es tener vergüenza y dignidad.