¿Más chapuces o vehículo nuevo?

La familia está convencida de que el vehículo que posee definitivamente ya no funciona. Todos quieren cuanto antes que ruede bien, que soporte los malos caminos, que ascienda empinadas cuestas sin problemas y que, además, al hacerlo, no les resulte tan oneroso como hasta ahora. Lamentablemente, algunas piezas que definitivamente ya no funcionan no se pueden cambiar sino hasta que concluya su vida útil, a pesar de que consumen energía sin aportar ya nada para el movimiento, aunque lento, del vehículo. Muchas otras piezas solo hacen ruido, gastan combustible y ya no cumplen su función.

Si bien las nuevas generaciones de la familia quieren un vehículo funcional, rápido y económico, que les permita llegar a la cima y disfrutar de lo que muchas otras familias ya gozan, las viejas generaciones tienen miedo a cambiar piezas y, sobre todo, a modificar el tipo de vehículo. A pesar de que protestan por lo inútil que resultan muchas partes, las mantienen en su lugar. Y, lo que es peor, a escondidas de los más jóvenes les inyectan combustible para que, haciendo ruido y humo, el vehículo se mueva lenta y limitadamente, sin que por ello pueda ascender a la loma, pero de tal modo que la familia se mantenga entretenida y sus miembros más informados no pidan llegar hasta la cima porque, puestos allí, esos viejos ya no solo no podrán conducir el vehículo, sino, lo que les parece peor, tampoco podrán pagar con mala comida y pésimo hospedaje a los parientes que día a día trabajan y sudan de sol a sol y que, pudiendo llegar fácilmente arriba, podrían ganar más con igual esfuerzo, lo que les permitiría comer mejor y hacer más confortables sus habitaciones, y dejarían de necesitarlos como supuestos protectores.

Así que, de nuevo, las discusiones entre los mayores y algunos jóvenes allegados son sobre qué partes del vehículo chapucear, en qué momento hacerlo y qué tipo y cantidad de combustible se tendría que usar, sin tomar en cuenta a los varones y a las mujeres que día a día trabajan duro y que con su esfuerzo lo mantienen.

Un vecino poderoso, al que no le conviene que la familia llegue a la loma porque tiene a muchos de ellos trabajando por sueldos injustos, sin darles mayor protección solo porque de noche se saltan la cerca para trabajarle, últimamente los obligó a quitar una pieza importante y les dijo, no con muy buenos modales, cuál poner en su lugar. Es de las que él usa siempre, así que confía en que el vehículo funcione un rato, aunque no por ello les permita llegar arriba.

Nuestro Estado se parece mucho a ese vehículo, y la sociedad guatemalteca, a la familia del cuento. La pieza de repuesto impuesta desde afuera no hará que el sistema político funcione mejor, pero los dueños del país suponen que así llegará al final de su período aquella pieza que, siendo importante, ahora ya no funciona, pero se ha trasroscado y es difícil de desechar antes de que concluya su período supuestamente útil.

Entre varios grupos y sectores se ha comenzado a hablar, por enésima vez, de reformas a las normas que rigen la selección de gobernantes. Son pequeñas reformas que, como sucede con el vehículo de la historia, funcionan como arreglos parciales y temporales, no resuelven el problema de fondo y sin embargo permiten llegar a la siguiente elección con menos sobresaltos.

Las generaciones jóvenes, esas que se han estado movilizando para exigir la renuncia del presidente, saben que el sistema político y sus partidos ya no son funcionales a las exigencias de una sociedad que demanda mayor y mejor participación, pero hasta ahora lo que se les ha ofrecido son pequeños arreglos, chapuces en lenguaje popular, que tarde o temprano nos tendrán de nuevo enfrentados a situaciones como la que estamos viviendo ahora, si no es que la siguiente crisis política resulte aún peor y más difícil de resolver.

Las reformas constitucionales también han sido siempre eso, simples chapuces, aunque pomposamente las de 1956, 1965 y 1985 no se las identifique como tales, sino como nuevos pactos sociales. Son pactos y acuerdos que al final de cuentas han sido siempre entre los mismos y para beneficio de los mismos.

El sistema presidencialista —el vehículo en el que hasta ahora nos hemos movido— ha demostrado nuevamente su incapacidad para resolver con agilidad y eficiencia las crisis de gobernabilidad y legitimidad. El sistema de partidos en esa forma de gobierno ha dado paso a las franquicias electorales, simples empresas comerciales que se organizan para que el propietario llegue al poder, lo usufructúe en su beneficio y, al final del período, entre rechiflas y empujones se largue a su casa a disfrutar de lo mal habido y le ceda el lugar a otro parecido a él, que llegue a mantener la inmovilidad social y política.

Modificar el modelo, en consecuencia, es más que urgente y necesario, y existen en el mundo evidencias empíricas que permiten afirmar que el sistema parlamentarista es mucho más funcional y democrático que el presidencialismo.

En el parlamentarismo, crisis como la actual habrían sido resueltas ágil y rápidamente, sin necesidad de que actores externos impusieran su voz y sus intereses sin legitimidad para hacerlo. Las elecciones no estarían basadas en cancioncitas ni en frases de impacto, sino en propuestas de gobierno que, al no obtener apoyo mayoritario, tendrían que ser negociadas a la luz de los medios de comunicación. La transparencia en el financiamiento de campañas, necesaria y urgente, estaría acompañada de una reducción significativa de los aportes privados, lo que obligaría a los poderes locales —municipales— a funcionar también desde la perspectiva parlamentarista, rompiendo de tajo con el patrimonialismo y el caciquismo que predominan actualmente en todas las elecciones municipales.

Ya es hora, pues, de que dejemos para pieza de museo la carcacha llamada presidencialismo y nos pasemos a invertir en algo diferente, nuevo para nosotros pero común en muchos lados, como lo es el parlamentarismo.

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