En mi país se aplaude a los corruptos por contar cómo y cuánto robaron, se protege a ignorantes e ineptos sin saber cómo y por qué ocupan un puesto en el Congreso y se juramenta como presidente a un ciudadano común, cuando lo que en realidad necesitamos es una persona extraordinaria, con capacidad política y administrativa demostrada. Lo interesante de todo ello es que nos piden y exigen cordura. ¿Cordura?
De pequeño juré a la bandera y desfilé el 15 de septiembre.
Para ser honesto, la única motivación que recuerdo era el respectivo estreno, pues los zapatos bien lustrados y la camisa nueva me indicaban que debía estar presentable para soportar los discursos y las proclamas políticas dichas con buena intención, pero vacías de contenido: que la paz se construye entre todos, que la disciplina militar importa, que el presidente nos llevará a la tierra prometida, que el Gobierno está haciendo todo lo posible por elevar nuestra calidad de vida, que agradezcamos los dulces y las bolsas de agua que nos regalan. Blablablá. Comprenderán el porqué de mi olvido casi involuntario.
Al pasar los años, durante mis estudios de bachillerato, cambiaron el paso militar y los redoblantes por caminatas alrededor del pueblo. Todos vestíamos de blanco y seguíamos una antorcha, pues, según recuerdo, era la antorcha de la paz. ¡La firma de la paz! «Todos estamos llamados a conocer los acuerdos y a trabajar por hacerlos realidad», decían.
Saqué mi cédula y me sentí responsable de aportar en mi entorno inmediato con actitudes que permitieran la construcción de una cultura ciudadana responsable que confiara en sus autoridades y que comprendiera la realidad nacional para incidir en ella.
Quince años han pasado desde entonces. Durante este tiempo he decidido apostar por la democracia y el sufragio universal como mecanismo para elegir a los mejores. Tantos años confiando una y otra vez en mis autoridades locales. Negarlas crearía un caos institucional que fragmentaría el país sin posibilidad de entender el espectro político.
Se argumenta que la esperanza es lo último que se pierde. En mi pueblo, a pesar de contar con un médico que la hacía incluso de consejero, siempre guardé la promesa de tener un sistema de salud pública que evitara la desnutrición en las aldeas más lejanas, que ofreciera educación integral a los jóvenes y que acompañara a las madres embarazadas. Eso no ha cambiado. La inseguridad sí se ha profundizado y provoca inmenso dolor en hogares que lamentan la pérdida de un ser querido.
A este punto vienen las preguntas de rigor. ¿Qué ha pasado? ¿Quién está mintiendo? ¿Quién me está engañando? ¿Quién nos está robando? ¿Quién se aprovecha de nuestra buena voluntad?
Durante este tiempo me han pedido confiar en la clase política, pagar los impuestos y ser honesto, cuando ellos, los de siempre, al cerrar la puerta del Congreso y del Palacio Nacional, se reparten los cientos de dólares resultado del fraude, el descaro y la mentira.
No encuentro la forma de seguir estudiando y analizando la vida política de mi país con la poca o nula credibilidad que puedo otorgarles a las instituciones del Estado. En cierto sentido, recurriendo a recursos literarios para expresarme, siento que en estos 15 años me han traicionado los que prometieron cumplir los mandatos constitucionales y me han enfermado psicológica y emocionalmente aquellos que debían sanar y restaurar la salud mental del país.
En mi país me exigen honestidad los que roban, ser pacífico los que matan, ser buen ciudadano los que traicionan. Y para colmo, los insensatos solicitan que mantenga la cordura.
Si alguien tiene la clave para mantenerse cuerdo en Guatemala, le sugiero que nos explique cómo lo ha logrado.