Lost in Translation

Cualquier buen texto de relaciones internacionales o discusión con algún experto en el tema, recalcaría que el éxito en la agenda de política exterior de un país depende de la claridad de los intereses nacionales de un Estado.

En términos generales, es positivo asumir que el actual gobierno guatemalteco tiene delineados algunos intereses o prioridades nacionales, siendo una de ellas el de la seguridad democrática y justicia, del cual se desprenden específicamente dos estrategias: neutralizar el crimen organizado, maras y delincuencia común; y asumir el liderazgo regional en la lucha contra el crimen organizado. Es importante traer esto a colación dada la reciente y controversial propuesta de despenalizar las drogas en Guatemala y la región, y la escéptica acogida que ha tenido no solo en la ciudadanía sino que obviamente el rechazo de Estados Unidos.

Dada la agenda así planteada, la idea del presidente guatemalteco no parece del todo descabellada. Incluso argumentaría que el hecho de que sea un gobierno conservador el que formule la propuesta, le da mayor credibilidad, legitimidad y chances de continuar siendo impulsada que si viniese de un gobierno de izquierda. Lo que está en conflicto no es tanto la naturaleza conservadora de este gobierno y su postura en relaciones internacionales como observa al menos un columnista, sino la contradicción entre una teoría racional que aparentemente quisiera permear los intereses guatemaltecos en su intento por erradicar las violencias asociadas al trasiego de las drogas, y una visión incongruente e irrealista que los estadounidense ejercen sobre la región en su política exterior y de seguridad.

Ahorrémonos por ahora detalles de la historia de más oscuros que claros en la relación guatemalteco-estadounidense y concentrémonos en la idea que esta historia de intromisión, imposición, dominio y negligencia se sigue prolongando de alguna manera en la política exterior norteamericana. Guatemala y la región centroamericana no contaron con un plan de reconstrucción tipo el Plan Marshall después de las guerras que las impactaron, en medio del desbarajuste creado por las políticas neoliberales que expulsaron a muchos compatriotas hacia la precariedad económica, dentro y fuera de las fronteras. La cooperación internacional y ayuda humanitaria han seguido fluyendo pero no de manera coordinada y el impacto ha sido poco significativo para paliar la pobreza, pero sobre todo la desigualdad que podría estar asociada a la criminalidad. Es legítimo entonces pensar que el país y la región tienen harta razón de elevar su propuesta a nivel latinoamericano, encarar la negligencia y proponer una alternativa a una política estadounidense esencialmente bélica que tanta muerte sigue causando en el istmo.

Tal parece que existe una brecha entre los intereses de unos y otros, y es esta la única continuidad en las relaciones de Estados Unidos con América Latina. ¿Dónde se pierden los interlocutores en la traducción de estos asuntos? La política exterior estadounidense continúa siendo inconsistente e influida por dos principales características: la relativa autonomía del aparato burocrático y los caprichos de la política doméstica. Si bien la competencia y rivalidad mortales entre los narcos es evidente, menos evidente es quizá la competencia por fondos y por priorizar temas de agenda por parte del entramado burocrático, lo cual produce más resistencias que cambios a la hora de reevaluar y rediseñar una política muy bien acomodada a estos intereses y que ya va sobrepasando su cuarta década.

En este sentido, el antiguo zar de la droga John Walters advertía hace poco que aquellos que están promoviendo un debate sobre la legalización están dando un paso peligroso y equivocado. Al igual, Dan Restrepo, funcionario de mayor rango para asuntos latinoamericanos indicó que los líderes de la región no debían esperar un cambio en la política en la Casa Blanca. En cuanto a los caprichos de la política doméstica, es lógico pensar que una multitud de actores poderosos como el Partido Republicano, hoy en la oposición, y algunos sectores conservadores poblarían el ambiente con conversaciones demagógicas y tóxicas en contra del carácter independiente de la idea, obviando estudios y consejos de expertos. 

Por el momento todo se ha reducido a replantear la cuestión como la de iniciar un debate y llevarlo como tal a la Cumbre de las Américas de abril próximo en Colombia, donde los actuales mandatarios tendrán la oportunidad de presentarlo a un presidente Obama que, en medio de su campaña electoral y los líos con Irán, estará seguramente más concentrado en su reelección de noviembre que en esta propuesta. Sin embargo, es un éxito que el tema esté ya plantado en la agenda pública. Las posibilidades de un cambio de posición estadounidense dependerán de que los intereses de ambos campos se traduzcan estratégicamente. En esta empresa, vale retomar un dicho que aprendí de un apreciado amigo este fin de semana: “Como dicen los cubanos hoy, en estas horas cruciales de su añeja Revolución, sin pausa, pero sin prisa.”

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