La Iglesia también ha tenido en Guatemala, en nuestra historia, un papel cuestionable. En todo el mundo ha sido así. Mucho también se ha dicho en esta Plaza y la discusión ha sido importante y necesaria.
La Iglesia es, sin embargo, una de las pocas instituciones sociales que abre sus puertas de buena gana a cambios generacionales y que da un papel protagonista a las juventudes. Son las parroquias las que tienen algo que ofrecer a los jóvenes (el dato del Informe de Desarrollo Humano sobre la juventud y los grupos juveniles religiosos llama la atención) y desde el Vaticano la juventud tiene una importancia constante. El mismo Evangelio de ayer realza la figura de un joven –símbolo para la Iglesia del darse plenamente a una causa-, quien lleva los cinco panes y los dos pescados que darán de comer a una multitud.
Mi hermano menor, Omar, recibió el sábado el diaconado. Un grado de sacerdocio que le permite dar dos de los siete sacramentos que la Iglesia vive junto a sus feligreses. No estoy segura de por qué un hombre joven de 25 años, ingeniero agrónomo, amante de los buenos ratos entre amigos, de cierto atractivo para las mujeres, decide ir al Seminario. Toma pocas cosas de su cuarto en su casa familiar, llena de comodidades, y comienza un proceso de siete años para ser sacerdote. No creo que haya intenciones de poder atrás de esta decisión: quien conoce el Seminario y la vida en comunidad que los seminaristas llevan ahí, se puede deshacer fácilmente de esta idea. No creo tampoco que haya una decisión de superación individual en todos aquellos que se deciden por esta vida, como lo fue en algún momento, tal vez en el tiempo en que fue escrito “Rojo y Negro” de Stendhal. No creo tampoco que en el presente, ser sacerdote (y católico) sea fácil, cuando se habla de violaciones y de abusos de poder. Si lo veo así, ser sacerdote no ha sido fácil nunca. No es tampoco una decisión inconsciente, condicionada por la enseñanza religiosa de años, quien ha estado a la par de una persona que quiere consagrar su vida, lo sabe. Es la coherencia con lo íntimo, y en lo íntimo, decía San Agustín, está Dios.
Tengo la certeza de que los tres seminaristas que vi el sábado en una catedral inmensa y llena, tienen la alegría de dar su vida al servicio de Dios, que no es más que ofrecer en servicio sus actos diarios. Ser diácono es ser un profesional de la caridad, decía Monseñor Vian. Son ellos los llamados a no perder la esperanza en el Jesús evangélico e histórico, que es uno mismo. Como cualquiera, ellos tienen el derecho de vivir su fe, digan lo que digan. Y muchos de nosotros, de sus parroquias, de las comunidades donde hicieron por tantos años pastoral, también tenemos el derecho de reconocer su vocación.