Un amigo muy querido me contó que, durante una entrevista a un escritor —creo que era filósofo—, a este le preguntaron su opinión sobre el hecho de que en las estanterías de las librerías se coloquen los libros de autoayuda a la par de los de filosofía, a lo cual el escritor respondió: «¿Y qué libro no es de autoayuda?».
Más de alguna vez he pensado que hay varios escritores a los que quisiera conocer solamente para poder decirles: «Oye. Muchas gracias por haber escrito. Me salvaste la vida». Y no, no exagero. Me salvaron la vida. No de la muerte, sino de algo aún peor: la vida. De una vida en la que abundan la desidia y la apatía y en la que faltan la imaginación, las historias, los silencios cómplices y la soledad buscada, sin nada más que la sequedad de mi propia y corta realidad.
El hambre con el que a veces devoro ciertos libros, llenos de personajes de ficción y de no ficción, me ha preocupado en ocasiones, sobre todo cuando prefiero una plácida tarde entre libros y cuadernos que una borrosa tarde de cervezas y tabaco. Aunque ambos planes no sean excluyentes, no recomiendo mezclarlos. Es entonces cuando me surge la inquietud de si detrás de mi avidez devoradora de ficción no se esconde la cobardía de no ser capaz de enfrentarme a lo que mis ojos ven más allá de la tinta impresa.
Inmediatamente descarto esa conclusión provisional. Las desdichas del mítico revolucionario ruso León Trotski durante sus últimos años de exilio en México, descrito por Leonardo Padura, forman parte de mí como la pregunta que le he robado a Santiago Zavala, protagonista de la mejor novela de Mario Vargas Llosa y con la cual comienza la magnífica obra: «¿En qué momento se jodió el Perú?» (o Guatemala, que para el caso está más jodido).
Me preguntan si prefiero los libros a las personas y contesto que en realidad no hay elección, pues, en el fondo, las personas no son ni más ni menos que historias.
Y es que es un error pensar que la ficción no es real o que sus consecuencias no se traducen ni se concretan en la realidad. La magia que contiene cada palabra —resulta imposible imaginar lo que se puede hacer con la combinación de 27 letras— consiste en contagiarme la fiebre de Zavalita, que llevó hasta sus últimas consecuencias una vida bohemia y su vocación periodística y que me revitalizó con una fuerza desconocida. Lo mismo todo lo que me trasladó la historia de Trotski, que, a pesar del exilio y de la muerte de todos sus hijos, supo pelear por un ideal hasta el último aliento. ¿Qué es la vida sino la manera en la que bregamos con las ilusiones y los miedos que nos acechan hasta en nuestros sueños mientras dormimos?
Me preguntan si prefiero los libros a las personas y contesto que en realidad no hay elección, pues, en el fondo, las personas no son ni más ni menos que historias. Prefiero las historias que son capaces de transportarme a lugares desconocidos, que me muestran sensaciones que hasta ahora solo puedo intuir, capaces de revelarme puntos ciegos sobre mí y lo que me rodea, que me hacen saborear matices de lo inconmensurable, que me ponen de frente a lo inabarcable. Toda historia narrada enriquece tu propia historia y aquella se enriquece con la tuya, pues creo que nunca han sido dos, sino una.
Gracias a los libros he podido viajar al Londres jipi de los 70, a la Rusia revolucionaria de 1917, a la selva del Perú, a un Medellín azotado por la violencia, a un Amatitlán limpio y libre de contaminación, al África precolonial, a la fértil París de principios de siglo, y todo con unos cuantos quetzales. Asimismo, he podido conocer personajes nacidos de la imaginación o del recuerdo del escritor, que incluso llegan a ser más reales que mis vecinos a los que todavía no conozco.
Justamente con el mismo amigo del principio conversaba sobre lo importantes que habían sido los libros en nuestras vidas, y sin buscarlo nos detuvimos en Venecia frente a una librería de libros viejos apilados en enormes torres. El desorden creaba un todo ordenado, un todo hermoso. Después de mis primeros estornudos provocados por el polvo, por los gatos que maullaban y por la humedad impregnada en la librería, le dije con cierto resquemor: «Es imposible una vida para leer todo lo que quisiera leer». Él me respondió con absoluta convicción: «Sí, pero por lo menos hay que intentarlo».