La contrarrevolución primero y el nacimiento y posterior implantación de la guerrilla después, con sus consecuencias todas, especialmente la guerra interna en su total dimensión, nos hizo crecer con temores que se volvieron parte de nuestro ser.
Y no sólo la insurgencia y la contrainsurgencia fueron las causas de nuestros miedos. La escuela misma se ocupó de que, salvo aquellos que tuvieron una educación formal privilegiada, las aprensiones vinieran empaquetadas en los planes y programas de estudio.
Esas angustias comenzaban en casa cuando nos anunciaban: “En la escuela te van a corregir…” Y la escuela daba razón a la advertencia: Los reglazos, los largos plantones bajo el sol o la campana, los castigos corporales o hacernos sentirnos torpes y anodinos eran el pan de cada día. Conocí de cerca el caso de un grado de primaria donde el maestro tenía divididos a sus alumnos en tres grupos: Brutos, rebrutos y brutísimos.
Como si fuera poco, cada feria patronal o celebración de la ¿independencia? patria, venían acompañadas de aquellas tediosas prácticas para la marcha donde no faltaban las órdenes a gritos, los empellones y los desmayos fruto del cansancio y de la insolación. Aunado a ello, la angustia de los padres de familia generada por la compra del uniforme de gala. Era imprescindible lucirlo so pena de no aprobar estudios sociales y/o educación física. Amén de quedar en descrédito ante el conglomerado social y el cuerpo de profesores.
Afuera, entre la escuela y nuestra casa, nos esperaba otra fuente de miedo: El ejército y/o la guerrilla. Y ya entraditos en edad, la zozobra que nos provocaba la posibilidad de ser reclutados para el servicio militar. Por supuesto, esta probabilidad era ínfima para los ladinos.
¿Y qué decir del Dios te guarde con Dios te libre si reprobabas un curso o un año completo? Entonces, la fuente del temor provenía del castigo que nos esperaba en casa. Hoy, entendido tengo, la agresión se ceba contra el maestro o la maestra.
Entre los siete y los once años, cada cierto tiempo, sobrevenía el terror de los terrores para quienes teníamos, paradójicamente, la suerte de experimentarlos: Las jornadas de vacunación y desparasitación en Sanidad Pública. Aceite de quenopodio y vacunas que una vez aplicadas nos provocaban altas fiebres de tres días de duración.
Indudablemente, éramos hijos e hijas del miedo. Luego, para quienes vivieron de cerca el conflicto armado interno, se involucraron en ello de uno u otro lado o, fueron víctimas en carne propia o por agresión a familiares, la terrible circunstancia los hizo tener la connotación, también, de hijas e hijos de la pólvora.
Las secuelas para nuestras generaciones fueron calamitosas: El silencio en primer lugar, asumir un mutismo forzoso y pasarla de insustancial e insignificante. Y a la larga, el padecimiento de una o varias neurosis, entre ellas: ansiedad, depresión, obsesión y/o conversión.
Las mujeres tenían puya doble. A los anteriores entornos debían sumar la tradición de muchas familias: Educarlas para casarse y, en no pocos casos, hasta con escogencia previa del marido sin que ellas tuvieran voz y voto.
La costumbre se vuelve ley y de esa cuenta, muy particularmente en el interior de la República, crecimos tipificando como normales muchos hechos deleznables: Golpes en el aula y en la casa; mujeres para la cocina y hombres para la calle; ciega y excesiva obediencia al autoritarismo (escolar, militar y religioso) y el uso de la violencia, casi institucionalizada, como recurso para no permitir el pensamiento crítico.
Así que, los hijos y las hijas del miedo y de la pólvora, a causa de tan tristes antecedentes, cargamos con un enorme fardo de consecuencias que nos impidió preparar un mejor futuro para las generaciones siguientes. De tal manera, con más o menos responsabilidad, o con ninguna en algunos casos, seguro sí, estamos en deuda con nuestras hijas e hijos, sobrinos/as, nietas y nietos.
En lo particular, a más de darme la vida, agradeceré imperecederamente a mis padres el hecho de que me hayan sustraído a tales contextos aunque, la cólera, aún no me la quito.