Los grises

No lo sabía. Lo había pasado por alto. Me lo dijo una amiga y colega en el trabajo. Leí de nuevo con detenimiento los periódicos y me di cuenta que se le mencionaba como “exguerrillero”. Efectivamente, uno de los abogados de Ríos Montt, militó en las filas de las FAR (Fuerzas Armadas Rebeldes).

Una vida no puede reducirse a una militancia –en eso, creo que la mayoría estamos de acuerdo. La trayectoria del personaje es, de todas maneras, peculiar porque estuvo vinculado desde su juventud a grupos de “avant-garde”. Me dicen que incluso llegó a publicar textos de análisis con una visión ortodoxa del marxismo. No me consta, tampoco me interesa mucho.

Aún así, el asunto no deja de intrigarme. No por la figura en sí misma. Intriga más allá de las sospechas y de las conjeturas que cada quien pueda hacer sobre su trayectoria profesional y personal. Eso es secundario. Intriga porque es algo que dejamos de ver cuando hacemos explicaciones simplistas del pasado y… del presente.

Hace años escuchaba a una historiadora indo-británica explicar cómo en la reconstrucción histórica de las masacres, los actores no pueden reducirse a víctimas y victimarios. Existe una amplia gama de grises. Están los grises oscuros, fantasmagóricos: los que no se mancharon las manos directamente de sangre, los que se enriquecieron con la guerra. Están los grises turbios: los que delataron, los que fueron reclutados, los cómplices de los secuestros o de las torturas.

Existen también los grises opacos: los habitantes de una comunidad aledaña que escuchaban que algo fuera de lo habitual estaba sucediendo, los que –temiendo por su vida- voltearon a ver hacia otro lado. Están los grises tenues: aquéllos que han callado, que no han podido hablar o que han preferido no hacerlo. Los silencios son, a veces, otro tipo de grises. Y todas estas tonalidades, coexisten con los grises mate, aquellos que se difuminan a plena luz del día, pero que bien pueden confundirse con la oscuridad de la noche: todos los que niegan o son completamente indiferentes ante la Muerte.

Los grises tiñen, a su vez, una serie de zonas de sombra. No hay tarea más difícil que adentrarse en esas zonas de sombra y penetrar en la complejidad de los actores involucrados. Al querer analizar lo sucedido, hemos cometido muchos errores. Hemos usado a diestra y siniestra las categorías. Hemos querido encerrarlo todo en pequeñas cajas. Incluso a los grises, sobre todo a los grises. Considerar los matices es algo que parecerá evidente, pero no lo es tanto a la hora de entender los procesos sociales. Resulta más complejo cuando se trata de genocidio, cuando se trata de procesos que responden a una manifestación exponencial de un régimen racista y excluyente. El asunto es aún más espinoso cuando buscamos entender cómo la violencia nos salpica a todos. Es difícil porque no se puede –ni ética ni cognitivamente– banalizar el Mal.

Luego están las miradas que hemos privilegiado sobre las personas: hemos perdido de vista a las víctimas como actores. En este país, las víctimas se cuentan como legión: hay miles, miles, miles de ellas. De eso no hay duda. O más bien… no quisiera que la hubiera. La visión de la memoria histórica que hemos difundido no ha permitido, sin embargo, transmitir que estas víctimas tenían, ¡tienen! otras identidades sociales importantes. De un tiempo acá me hago ese reclamo. Se lo hago sistemáticamente a mis propias reflexiones. No hay margen en nuestros análisis, para seguir evadiendo la vida –a pesar de la muerte.

Lo que se ha querido evidenciar en trabajos diversos, tiene que ver con la necesidad de recuperar las voces silenciadas; esas voces que nos recuerdan que no hay manera de escapar del pasado porque está de una manera u otra presente en el presente. El proceso de integrar esas voces a nuestras explicaciones ha sido un recorrido enriquecedor, que ha tomado años y cuyos frutos están permeando poco a poco el debate sobre la memoria y la historia en Guatemala.

Falta mucho por recorrer, nadie lo niega. Pero –noto machaconamente (¡ay! oficio más ingrato)– hay algo que no hemos visto con la consistencia debida. No lo hemos visto porque no lo considerábamos necesario. Tampoco lo hemos visto porque nuestro ímpetu por exponer “la verdad” de los procesos históricos, ha sido mayor que nuestro interés por fijarnos en los detalles y cuestionarnos sobre los asientos de esa “verdad histórica”. No lo hemos visto porque queríamos extraer la información necesaria para entender lo que vivimos. No lo hemos visto ni oído, aunque lo tuviéramos enfrente y aunque quedara consignado en nuestras múltiples grabaciones.

No hemos visto, no hemos escuchado… a los alientos de vida. No hemos escuchado al silencio. Al silencio que ensordece, pero tampoco al silencio que narra. A las pausas. A los suspiros. Y no, me temo que tampoco a los grises. Sin ellos, el horizonte de esta sociedad es incomprensible. Y sin adentrarnos en ellos, nuestro presente no puede saltar sobre su propia sombra.

 

scroll to top