Mientras tanto, las organizaciones que protegen a los animales siguen recogiendo a diario cientos de perros en las calles, que están ahí porque nacieron o fueron abandonados.
El primer perro al que quise fue un pastor alemán albino. Se llamaba Nicho, en honor a Vinicio Cerezo que en esa época era uno de los candidatos a la presidencia. El perro era de mi abuela paterna. Desde que nos escuchaba, a mí y a mi hermano, llegar a la casa de mi abuela, se echaba impaciente a esperarnos en el borde de las gradas. Por ser albino, con facilidad se veía mugriento. Entonces mi hermano y yo lo bañábamos. Lo hacíamos como solo en la casa de mi abuela se nos permitía hacerlo. Llenábamos la tina de agua con champú. “Entre más burbujas tenga el agua, más limpio quedará”, decía mi hermano, mientras vaciaba el bote de champú. Mi hermano y yo nos metíamos a la tina con él. Después de revolcarnos los tres entre las burbujas, sacábamos el agua de la tina para inundar el corredor. Lo que seguía era sacar a Nicho, sostenernos de su collar y resbalarnos por todo el pasillo agarrados de él. Queríamos a ese perro y él a nosotros.
El segundo perro que marcó mi vida, fue Beto. Era un Yorki, el perro más inteligente que he conocido. Estaba obsesionado por las pelotas y por mi mamá. Cazaba ratas, paseaba en moto, se prendía de cualquier pierna o peluche que le gustara y orinaba a cualquiera que no le cayera bien. Vivió con nosotros 16 años, y ahora que veo para atrás, más que un perro, fue uno más de la familia. El día que murió, lo sostuvimos, lo lloramos y lo enterramos en casa.
Amo a los animales, especialmente a los perros. Supongo que fue algo que aprendí de mi padre, quien parece entenderse mejor con ellos que con las personas. Sin embargo, no fue hasta hace cuatro años que aprendí lo que era responsabilizarse por uno. Me dirigía al trabajo, cuando de pronto un perro se me atravesó y casi lo atropello. Del susto, me detuve para calmar los nervios. Fue entonces que la vi, temblando detrás de un árbol, desnutrida, pelona y embarrada de popó. La seguí por una hora, hasta lograr agarrarla y meterla al carro. Dos días después, me arrepentía de haberla recogido. Una parte mía quería devolverla a la calle, la otra, esperaba encontrarla muerta al amanecer. Pero no fue así. Al tercer día, Cesar Millán era mi mejor amigo y el veterinario, era el dueño de casi todos mis ingresos. Cuatro años después, ni la abandoné, ni se murió. Continúa a mi lado y se ha convertido en esa figura permanente que considero mi familia.
Hace algunas semanas, conocí a Marianne y su hermana, dos jóvenes que desde hace algún tiempo rescatan perros. Un amigo quería adoptar uno, y ellas tenían cinco que necesitaban colocar en algún hogar. Llegamos a casa de las hermanas, las que con ilusión nos presentaron a cinco cachorritos un poco más grandes que una rata. Habían nacido de una perra callejera, y ellas se habían hecho cargo de las crías. No me tomo más de cinco minutos descubrir que ambas tenían algo especial. Mucho se puede percibir en las personas que protegen a los animales. Nos quedamos dos horas con ellas, tiempo suficiente para que mi amigo se decidiera por adoptar uno de ellos, a pesar de haber visto los desastres que hicieron en el lapso que estuvimos allí.
Los animales no son juguetes, no se regalan cuando ya no sabemos que hacer con ellos, no se maltratan y no se abandonan. Con ellos viene la responsabilidad de cuidarlos, educarlos, protegerlos y respetarlos, pues es lo mínimo que podemos hacer por esos seres que prometen lealtad y amor incondicional. Si está pensando en comprar o adopta a alguno de ellos, piense que, en promedio, ese perro permanecerá 15 años a su lado y, si todavía está dispuesto a tenerlo, disfrútelo y obsérvelo, pues mucho es lo que podemos aprender de ellos.