Ahora lo evito. Será por el recuerdo y la nostalgia de algo que no volverá. En todos los muebles hay una historia, larga, intensa. Me dirijo hacia esa cocina que juntos remodelamos y encuentro aquellas tijeras de podar las flores del jardín, la jarra de agua preferida, el basurero que trajiste de Shanghái colocado debajo del lavatrastos. Salgo de manera precipitada y cierro la puerta.
Los días de Semana Santa –si estábamos de visita– los aprovechábamos para estar ahí. Y ahí fuimos a pasar unos días este año. Deberíamos ir más a menudo, con amigos y con la familia –quizás todos los fines de semana. No logro conciliar el sueño en este lugar: todo huele a esa bendita humedad que me recuerda que, alguna vez, amé. Me levanto a las tres de la mañana para avivar el fuego de la chimenea y calentar mejor la casa. Los niños duermen tranquilos después de una jornada jugando entre la tierra, encaramándose a los árboles, peleándose y volviéndose a reconciliar con tal de seguir pateando la pelota. Regresaron corriendo a la casa al final de la tarde, negros de lodo, sucios, con el pelo aplastado por el sudor, las botas de hule embarradas de la ceniza que sirve de abono para los frutales, y la ropa irreconocible. Llegaron felices. Luego, la alegría se disipó un poco al enterarse de que la primera tarea del final de la tarde, sería darse un buen baño hasta que la última huella de mugre se desvaneciera.
Tenía que avanzar en un artículo. Lo hice los primeros días y me rendí. Me refugié en Khaled Hosseini y en sus Mil soles espléndidos. No tenía por qué hacerlo, pero abrí mi cuenta personal de correo electrónico para ver si había algún mensaje importante. No lo había. O tal vez sí. Uno bastante peculiar de un o una remitente anónimo/a. La misiva era una especie de “carta de amor”. Bueno, de “amor-odio”. La verdad es que he recibido mejores. Poemas malos también, pero en fin… no todo se tiene en la vida. Para finalizar la retahíla de “apacibles” comentarios, mi interlocutor/a terminaba llamándome “lesbiana amargada”. Sonreí sarcásticamente.
Me acordé del lodo en el cuerpo de los niños y esa imagen me recordó cómo las palabras incrustadas en la forma que tenemos de concebir al otro, embarran todo nuestro entorno social. No quise responder el correo. ¿Para qué? Pero su intervención, además de ejemplificar cómo se utiliza en Guatemala este tipo de frases a manera de insulto y afrenta, me dio pie para reflexionar sobre cómo los esencialismos han permeado los debates sobre género.
¿Sos o no sos lesbiana, gay, bisexual, heterosexual, transsexual etc.? Mi mejor amigo me dijo hace un par de meses que le habían preguntado quién era yo. Le contesté que esa pregunta no era relevante: no es quién escribe, sino lo que escribe. Tampoco me arrogo ningún tipo de representación. No me corresponde.
En 1998 (¡se oye como si fuera hace un siglo!), caminaba por la calle principal de Copenhague cuando me rebasa una manifestación organizada por el Gay Pride local. Para mi sorpresa, veo entre los manifestantes a uno de mis amigos. “No me lo habías contado” –le reclamé. “¿Contarte qué? Soy gay y si no lo fuera también podría estar aquí. Tampoco tengo la obligación de contártelo. ¿A cuenta de qué? ¿Quién dice que lo de “salir del clóset” sea un ritual por el que todos nuestros conocidos homosexuales eligen pasar? ¿Y que el sueño de todos sea esa imagen heterosexual de la familia bonita, casada, viviendo en residenciales, con coche para dos, parque y todo lo demás?” Me quedé de piedra, porque tenía razón. Siempre tan claro, mi amigo. Entonces le pregunté qué hacía en la manifestación: “¿Es por solidaridad?” “No, no es por solidaridad” –me dijo sin ambages-. “Es por mis hijas”. Y me atreví –impunemente- a replicarle: “¡pero si tus hijas tienen seis meses y cinco años!” Y él, con gesto de agobio (siempre tan claro –mi amigo–) alcanza a lanzarme una de sus mejores estocadas: ¡POR ESO!
Una de las expresiones más violentas de la sociedad en la que vivimos, es el odio a todo lo que no se conforma a la visión heterosexual de lo social, a todo lo que deshace las concepciones normativas del género. Existir y vivir fuera de esta norma es simplemente exponerse a la muerte social (y muchas veces física). Manejar los términos de lesbiana, gay, etc. como formas de agresión al Otro, es ver en la identidad heterosexual obligatoria, una expresión “esencialista” de la condición humana –deshumanizando al resto. El problema no se queda ahí: esa visión hegemónica también se ha absorbido en los ámbitos de discusión y reivindicación sexual (pienso, por ejemplo, en las discusiones sobre el matrimonio homosexual –sin poner siquiera en tela de juicio el modelo del matrimonio).
Sartre se preguntó alguna vez ¿por qué llamamos hombres a todos los hombres? ¿En qué nos fijamos para reconocer en el otro a un semejante? Su respuesta fue una larga caracterización de la “condición humana”. Igual que mi amigo, yo pienso en mis hijos enlodados de pies a cabeza. Y pienso que de condición… nada. Todos nos enlodamos por igual. La humedad, como en esa casa, se cuela en cada uno de nosotros y posiblemente empañe nuestro rostro. Pero el rostro es el mismo.
“Lesbiana amargada”. Hay que reconocer que por lo menos tiene una sonoridad distintiva. “Doña lesbiana amargada”. En todo caso, es una buena excusa para dejar constancia de mi preferencia (no sexual sino gustativa): me encanta el chocolate… amargo.