Leer me jodió la vida

Tendría unos cinco o seis años cuando aprendí a leer con el método Paláu: unas vocales, unas sílabas, sonidos y dibujos que los representaban.

Recuerdo que fue un instante en el que todo tuvo sentido. Las vocales y las consonantes se juntaban y creaban palabras. Arriba de ellas, esos dibujitos de arañas, uvas, ojos, habas, y las palabras en letra de carta a dos colores: en rojo la sílaba que estábamos aprendiendo y en azul el resto de la palabra.

Me dedicaba a leer todos los carteles y anuncios de las calles. Ansioso esperaba que el semáforo marcara rojo para que me diera tiempo de leer la letra pequeña de los anuncios. El día que aprendí a leer, mi madre me sacó para enseñarle a la vecina cómo leía yo. Ella dijo: «Ve qué topado». To-pa-do.

En la primavera de Madrid, mi padre nos llevaba al Retiro para la feria. Entre mucha gente, siempre regresaba con algún libro. Julio Verne, Emilio Salgari, Mark Twain. Ediciones baratas de autores libres hacían que los precios bajaran mucho. Casetas blancas de chapa, gente, lluvia, autores firmando libros, charcos y música por todas partes. Terracitas para sentarse y donde tomarse algo y regresar a casa a leer los tesoros descubiertos.

También leía los periódicos y las revistas políticas que había en mi casa. Con ocho años ya sabía de la legalización del Partido Comunista, de la renuncia del PSOE a los principios marxistas, de las presiones de Adolfo Suárez negociando la nueva Constitución, de la amnistía a los presos políticos de Franco, y conocía las siglas de muchísimos partidos. Era un niño callado, que trataba de ser niño, pero con gustos bastante arrevesados. Había libros en mi casa: mucho ensayo, mucho análisis, pocas novelas, muchos textos académicos. Y los agarraba y leía algo.

Mi historia son las palabras, las hojas, los olores, las pastas, los personajes, las primeras líneas de una novela…

Leer me jodió la infancia. O, mejor dicho, me la cambió mucho. Mi madre me decía: «Carlos, eres un niño raro».

Años después, cuando llegaba o volvía a una ciudad, la descubría con los ojos de los autores que me la habían presentado. Buenos Aires, Santiago, Río, Montevideo, París, Barcelona, Berlín, México, Cartagena eran ciudades conocidas. Calles que había recorrido desde la zona 11, desde Tulate o Tolimán, sentado en cualquier parte e imaginando mundos por venir.

Leer me salvó la vida desde la depresión tropical del inmovilismo atávico guatemalteco y conocí las flores de Payeras, las ovejas de Monterroso, la lumbre de Asturias, la Guatemala decimonónica de Gómez Carrillo, las masacres de Falla y los árboles familiares de Casaús.

Mi historia son las palabras, las hojas, los olores, las pastas, los personajes, las primeras líneas de una novela, los títulos mejores que su contenido, y, sí, leer me jodió la vida, la monótona, y me abrió al mundo, que es el de todos.

A disfrutar la Filgua, pues.

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