En entrevista publicada por el diario La Hora, Mario Roberto Morales posiblemente resume lo que ha venido planteando en sus columnas semanales de elPeriódico respecto a las protestas y movilizaciones sabatinas que dieron forma y color a la renuncia de Pérez Molina y Baldetti.
Nominadas por quien esto escribe como verbenas cívicas, dado el carácter festivo y alegre que las caracterizó, la argumentación de Mario Roberto puede sintetizarse en que las acciones de la Cicig y el Ministerio Público obedecen a un guion minuciosamente diseñado por los órganos de inteligencia y control de los Estados Unidos, en el cual los que manifestaron fueron simples marionetas, en su mayoría inconscientes de ese programa de control político de los estadounidenses.
Morales, además, se hace eco de las denuncias, incluso pronunciadas en su desesperación por el ahora felizmente expresidente Pérez, de que la Cicig debe investigar la supuesta Línea 2, que estaría integrada por el grupo de los ochos, es decir, las cabezas visibles de los grandes grupos empresariales guatemaltecos.
En el caso de la supuesta Línea 2, es válido decir que el señor Dionisio Gutiérrez rompió con Pérez Molina casi al inicio de la crisis, al hacer público su largo discurso en el que pedía la renuncia de ese a quien él mismo insufló y presentó como el salvador de la patria. Evidentemente, Pérez Molina, sabedor del rechazo que el empresario le profesa, enfiló sus críticas contra el millonario que lo había apoyado fuertemente en sus dos campañas presidenciales y, por medio de sus intermediarios, orientó las dirigencias sindicales del sector público a identificar a este grupo como la otra Línea. Sin embargo, todas las evidencias conducen a suponer que, en el caso de la defraudación aduanera, con relación a los presuntos sobornos, los grandes grupos económicos están exentos de culpa. Ellos no tienen necesidad de pagarlos, pues controlan las altas esferas gubernamentales para evitar que se impongan tributos a las grandes fortunas o se les obligue a reinvertir en el país las jugosas ganancias aquí obtenidas.
El pleito de las oligarquías con el Partido Patriota, en consecuencia, no es cuestión de la sociedad movilizada, y es ingenuo querer meter en un mismo saco frijoles podridos (los que defraudan al fisco mediante la exigencia de sobornos para reducir impuestos) con manzanas podridas (grandes grupos empresariales que controlan a los políticos e imponen discursos ideológicos pseudolibertarios para impedir que se incremente la tasa fiscal a las grandes fortunas). Que dirigentes sindicales de dudosa reputación levanten estas consignas evidencia que no es por ahí por donde hay que construir el debate y la movilización social. Lo que se ha puesto en duda es la corrupción de grupos políticos y militares. Y su derrota, encarcelamiento y exclusión de la vida política nacional es un escalón para luego enfrentar con coherencia y fuerza social a los que, diciéndose respetuosos del sistema impositivo, movilizan todas sus piezas para pagar migajas cuando obtienen jugosas ganancias del trabajo de cientos de guatemaltecos.
Morales no se concentra en esto, pero lamentablemente cae en la trampa al incluir el asunto en su reflexión. Mario Roberto hace énfasis en la supuesta manipulación consciente y detallada, por parte de los estadounidenses, del sentimiento y malestar de las clases medias guatemaltecas, que festivas y cuidadosas salieron a exigir la renuncia de la pareja gobernante.
El autor tiene razón en considerar amparadas y promovidas por las embajadas estadounidenses las movilizaciones desestabilizadoras que, bajo la cobertura de una supuesta lucha contra la corrupción, se han impulsado en Brasil, Venezuela y Ecuador. Pero en el caso de Guatemala los gringos le zafaron la alfombra a Pérez solo hasta que las evidencias fueron demasiado fuertes. Durante casi toda la crisis, la embajada de Estados Unidos dio abiertamente su apoyo a Pérez Molina a cambio de la caída de Baldetti.
También tiene razón al considerar que los sectores movilizados pertenecían mayoritariamente a las clases medias, cuestión que no las deslegitima, pero que sí debe obligarnos a entender sus limitaciones ideológicas y políticas. Como hemos dicho varias veces, en la plaza se encontraron —pacíficamente por ahora— clases medias conservadoras indignadas porque su voto a favor de Pérez Molina había sido defraudado y sectores de clase media que propugnan un proyecto diferente de país, estos en su mayoría radicalizados porque, ¡zas!, descubrieron la realidad y quieren cambiarla en un tronar de dedos. Estos aún son muy pocos pero bulliciosos. Aquellos impusieron las marchas ordenadas y en días que no afectaran al mercado.
Con movilizaciones de este tipo, lo hemos dicho hasta la saciedad, solo se le pone sonido y color a la crisis, pues con ellas o sin ellas el desenlace hubiese sido casi el mismo.
Morales sabe que esto no responde a directrices y ordenanzas de los caciques del Pentágono y la Casa Blanca, sino que es producto y consecuencia de la manera como la dominación ideológica se ha construido en nuestro país. Al simplificar los análisis espera provocar el debate y, con ello, la profundización de las luchas. Pero también puede suceder que, al estimular la aceptación de esas simplificaciones, la ya difícil construcción de alianzas entre los distintos grupos de la clase media se fracture antes de tiempo y dé paso a lo que él vaticina: el ocaso absoluto de la fuerza movilizadora de las clases medias.
Jimmy no es, como podría suponerse si se aceptan las simplificaciones conspirativas, un títere de los gringos y los oligarcas criollos. Es ni más ni menos el payaso que las clases medias conservadoras necesitan para reírse de los marginados y explotados, el cómico que los haga reírse de sus propias miserias sin tocarles su confort y su estabilidad. Y, como Mario Roberto bien dice, resultará peor, mucho peor, que el general de la paz, ahora un ladrón cualquiera.