Las semanas que han pasado desde el ya histórico 25 de abril han sido intensas en reuniones, comunicados, manifestaciones y debates que han despertado como nunca a una sociedad que por muchos años olvidó ocuparse de los asuntos trascendentales de la democracia, lo que provocó que los males fueran creciendo de manera exponencial hasta que finalmente llegamos al punto donde estamos: una gran crisis institucional que apenas empieza.
El cómo llegamos a este punto me parece que ya está suficientemente abordado y discutido, al menos por el momento. Lo más importante ahora es visualizar caminos que nos permitan avanzar hacia una situación más esperanzadora que la que actualmente vivimos, ya que parece que ninguna de las opciones que se discuten actualmente es del todo buena: encarnan peligros y complejidades que se recomienda analizar con más detenimiento.
La primera opción es la que la comunidad internacional y algunos actores nacionales —como el Cacif y el movimiento magisterial de Joviel Acevedo— ya señalaron: seguir el calendario electoral con las reglas vigentes, independientemente de si hay o no hay reformas electorales, y esperar a que en el 2019 se apliquen las potenciales reformas aprobadas. Esto significa que tendremos cuatro años perdidos en el intento de depurar y democratizar el sistema. Justo por eso, muchos movimientos y actores sociales se oponen firmemente a esta posibilidad.
La segunda es jugar a estirar el sistema de tal modo que se encuentre una salida legal poco ortodoxa que sea bendecida por la Corte de Constitucionalidad, de manera que se aprueben reformas y se apliquen algunas de ellas al actual proceso electoral.
Alrededor de esta propuesta se ha argumentado una supuesta dualidad entre legalidad-democracia o entre estabilidad-legitimidad, lo que hace parecer que existe un divorcio entre lo legal y lo político. Esto me parece sumamente peligroso porque destruye la confianza institucional que pudo haberse logrado después de 30 años de transición democrática: defender la institucionalidad no es sinónimo de defender corruptos y tiranos. Es garantizar que tendremos capacidad de mediación institucional y de sanción efectiva a quienes violen el ordenamiento legal, lo que exige una arraigada cultura de legalidad.
Por supuesto, en momentos como estos es difícil sostener este argumento, ya que a esto juegan los enemigos más acérrimos de la movilización, especialmente aquellos que ya sueñan que en el 2016 van a pagar sus millonarios gastos de campaña con el presupuesto nacional.
Lamentablemente, la propuesta de #ReformaElectoralYa de aplicar algunas reformas en este proceso, anular la actual convocatoria electoral y retrasar elecciones tiene tres graves problemas: el tiempo se agota, no garantiza una depuración efectiva del sistema y, lo que es peor, abre un peligroso tiempo de incertidumbre y lucha que puede finalizar en un rompimiento constitucional, con las posibles consecuencias que ello implica. Los altísimos costos políticos, sociales y económicos del rompimiento constitucional de Honduras en el 2009 son un ejemplo muy cercano que no debemos olvidar.
Sea cual sea la opción asumida, hay que tener claras las posibles consecuencias de nuestras decisiones de manera que mañana no haya opción para el desánimo ni el lamento. ¡El futuro de nuestro país está en nuestras manos!