Durante décadas, los políticos han visto a medias el poder del mercado como la solución para sus intereses. Para ellos, facilitar ciertas reformas y alguna apertura al libre comercio, la propiedad privada y el fomento del crecimiento del país significaron convertirse en los administradores del erario público. Por su parte, a los empresarios y a los constructores que se aliaron con ellos, la facilitación de estos negocios les permitió construir el país y, en el proceso, aumentar la calidad de vida del pueblo consumidor. Este sistema económico, de favores y privilegios para algunos, es el que desde hace algunas semanas empezó a ser cuestionado y atacado por el pueblo que protesta en contra de la corrupción. Desafortunadamente, la poca claridad y la falta de líderes que entiendan las causas detrás de la corrupción han impedido que las manifestaciones maduren y trasciendan la búsqueda de cabezas que decapitar para realmente exigir la transformación sistémica e integral que nuestro país necesita.
Por un lado, los defensores de la derecha privilegiada son incapaces de verse como copartícipes de este sistema de corrupción que buscan reformar y exigen el debilitamiento del Estado. Por otro lado, los defensores del colectivismo no parecen comprender la función de la propiedad privada en el combate de la tragedia de los comunes. La tragedia de los comunes es una teoría económica presentada por el ecologista Garret Hardin en 1968. Según Hardin, la tragedia de los comunes es el resultado del acceso irrestricto a los recursos disponibles por y para todos. En ausencia de la propiedad privada de dichos recursos, el resultado final es la pronta dilapidación y explotación de estos en detrimento de los intereses de futuras generaciones y de la sostenibilidad del mundo. Los actos de corrupción en Guatemala son el producto de un problema que arrastramos en nuestro Gobierno desde su fundación. El erario público no pertenece a nadie sino al pueblo y, por lo tanto, los incentivos para cuidarlo y protegerlo no son lo suficientemente fuertes y sólidos como para desincentivar a astutos políticos piratas de usurparlo. El tesoro del pueblo ha sido robado sin excepción por cada uno de los gobiernos que han dirigido el Estado de Guatemala durante décadas, y los factores detrás del malestar popular que vemos el día de hoy son desafortunadamente solo la suma de miles de frustraciones que amenazan con quedarse cortas en un intento por realizar reformas profundas, serias, fuertes y duraderas.
Eliminar la tragedia de los comunes que padecemos el día de hoy requiere de delimitar, limitar y clarificar quién puede utilizar y crear valor del erario público. Esto nos hace preguntarnos quiénes son todos los actores que se benefician de la corrupción que existe y qué mecanismos existentes en la actualidad están siendo manipulados para favorecer los intereses de algunos en detrimento del bienestar de las mayorías. Asimismo, cabe acá preguntarnos cuál es el rol del Gobierno en la determinación de quién y cómo se toman las decisiones en el gasto del erario público.
Lo anterior nos lleva a preguntar a quién corresponde disponer del gasto del erario público (es decir, si disponer de este de forma comunal, privada o semiprivada, entre otras formas). Independientemente de la respuesta que demos a la pregunta anterior, una cosa es clara: es necesario reconocer que la resolución de los problemas de corrupción y de administración del erario público crea a su vez derechos de uso de este en detrimento del pueblo que paga sus impuestos. Esto es algo inevitable y que siempre resultará en el beneficio de algunos a costa de otros. Lo anterior es una pregunta que durante siglos ha quitado el sueño a grandes pensadores y que seguramente también se lo ha quitado a usted, querido lector o querida lectora, si acaso se ha tomado unos instantes para pensar en su filosofía de vida y en los valores que hacen que salga a trabajar todos los días en este país.
Ni la política ni el derecho de la propiedad privada funcionan de manera aislada. La administración del erario público requiere de la interacción entre los individuos que pagan impuestos y los Gobiernos que gastan los impuestos en cumplimiento de sus funciones constitucionales. El éxito de los acuerdos institucionales depende de su capacidad para generar información sobre los valores y de proporcionar incentivos para que los individuos actúen sobre esos valores. En la actualidad, los acuerdos institucionales llevan mucho tiempo capturados por un sistema de corporativismo que se alimenta de la corrupción, y la población ha vivido durante generaciones acostumbrada a la expoliación y al egoísmo irracional. Cambiar los incentivos actuales de los corruptos que nos gobiernan ya no es posible solo por medio de manifestaciones populares. El momento para realizar estos cambios pasó hace mucho tiempo, cuando nuestros abuelos fallaron en proteger el bien del pueblo. Ya no estamos para dejarnos llevar por las buenas intenciones y el fervor patriota. Los Gobiernos, no personas aisladas, son quienes deben desempeñar un papel fundamental en la definición clara de los derechos sobre la propiedad pública y privada, en el establecimiento de leyes de responsabilidad sobre la disposición de estas y en la adjudicación de derechos de propiedad en disputa que siguen sin resolverse.
De la misma manera como los derechos bien definidos y bien aplicados de la propiedad privada imponen disciplina a los propietarios de esta al hacerlos responsables por el daño que les hacen a los demás y recompensarlos por mejorarlos, es necesario que los incentivos que fallan hoy en día en imponer disciplina sobre los políticos sean cambiados. ¿Por qué incentivos cree usted que debemos empezar?