La tecnología: nueva deidad

Hoy la palabra tecnología ha pasado a ser mágica. Incluso mutó su carga semántica: ya no es el conjunto de prácticas que posibilita la fabricación de un producto (etimológicamente, del griego techné, que significa ‘tarea’, ‘realización’).

Por el contrario, pasó a ser sinónimo de ciencia, de saber. Por cuestiones histórico-sociales determinadas, el mundo capitalista moderno la ha entronizado. Y puede decirse que vivimos una cultura de veneración de la tecnología. Desarrollo técnico es sinónimo de progreso en el conocimiento. Casi como respuesta condicionada a un estímulo, decir tecnología evoca avance triunfal de la ciencia. Pero ciencia no es lo mismo que tecnología.

En sentido estricto, cada época histórica tiene su correspondiente tecnología. Cada pueblo desarrolla una determinada capacidad para asegurar su subsistencia. En definitiva, eso es la tecnología: la forma en que se organiza el trabajo.

El mundo moderno que se desprende de la revolución industrial, hoy impuesto como modelo universal, produjo un salto cuantitativo y cualitativo sin precedentes en la historia humana. En el último siglo la capacidad tecnológica avanzó como no lo había hecho en milenios. Como consecuencia, el instrumental técnico que posibilitó ese salto pasó a ser la vedette de todo el proceso. Así es como se desarrolló una mística de la máquina, del instrumento, de la herramienta. Hoy por hoy, la máquina que sirve al ser humano pasó a ser a veces más importante que el humano mismo, más importante y apreciada que aquello para lo que nos ayuda.

La tecnología hoy, casi con vida propia, ha ido abandonando su valor instrumental para terminar siendo eje central del proyecto global en curso. Se venera la tecnología como si fuera una entidad en sí misma, autónoma y omnipotente. Estamos ante una nueva diosa.

Esto tiene su historia, su lógica. El mundo de la producción industrial, el mundo de la ganancia económica como meta última, el horizonte de la mercadería en tanto deidad suprema, no necesita del ser humano. Todo deviene cosa. Importa el aparato físico en sí mismo. E importa por lo que vale, por lo que significa como símbolo de poder. El azadón, el arado de madera o el reloj de arena claramente eran instrumentos que significaron pasos importantísimos en la historia universal en tanto mejoraron las condiciones de vida. Eran cosas que favorecían la calidad de vida. Si esta calidad no satisfacía, allí estaban los dioses esperando a ayudar a mejor sobrevivir.

Hoy las deidades son de plástico, de acero, de fibra óptica, de cuarzo líquido. Las cosas materiales han pasado a tener un valor central, no solo instrumental. Existe un sexo cibernético que prescinde del otro de carne y hueso. Una máquina puede ser más importante que un humano. ¿Hacia eso vamos?

Sería más que absurdo oponerse a la tecnología en nombre de un principismo inconducente, de una vuelta a lo natural, de una renuncia al confort moderno. La tecnología, en tanto arsenal de medios técnicos de que dispone una sociedad en un momento dado, es eso: el conjunto de instrumentos con que asegurar la mejor calidad de vida posible. Por tanto, ¡bienvenido sea su desarrollo! Lo que debe cuestionarse, no en nombre de una moralina hipócrita, sino desde una actitud crítica positiva que nos enriquezca, es este aprisionamiento de que somos víctimas por la cultura de la fascinación ante las máquinas.

Si la tecnología no sirve para un genuino desarrollo humano integral, ¿para qué está entonces? ¿Por qué termina siendo más importante tener cosas —y cambiarlas cada vez más rápidamente— que su aprovechamiento? No podemos estar fatalmente condenados a valorar la vida en función de las cosas que en todo caso deben servirnos para ayudarnos a vivir. El hacha de piedra, la rueda, el microscopio o el teléfono celular son simplemente instrumentos que nos facilitan la vida. Olvidar esto implica generar un mito al reducir la vida a una frenética carrera por su posesión para no saber qué hacer una vez que se los ha obtenido.

«El ser humano ha llegado a ser, por así decirlo, un dios con prótesis bastante magnífico cuando se coloca todos sus aparatos, pero estos no crecen de su cuerpo y a veces le procuran muchos sinsabores», decía con razón Sigmund Freud.

Si lo olvidamos, no hay real desarrollo del ser humano. En vez de venerar imágenes, tótems o espíritus, glorificamos pedazos de plástico o cromo-vanadio. ¿Será ese nuestro destino?

Autor