Hace pocos años, una amiga muy cercana, bailando y haciendo esos pasos exagerados que solo hacen las personas que no temen al ridículo, se cayó y golpeó la cabeza. Un par de horas después, al llegar a su casa, perdió el conocimiento.
Murió a los dos días. Todavía esa noche, después de la caída, le sacaron una foto. Aparece ella sonriente con su esposo. Sería la fotografía definitiva, la de la ausencia futura. Gota a gota la sangre estaba presionando su cerebro y nadie lo sabía. Creo ver en sus ojos una despedida, pero no me crean.
Durante el entierro, un poco apartado del marido y de los dos hijos, yo tarareaba la canción de las pequeñas cosas. Unos meses antes había muerto Chavela Vargas, y esa canción me había estado rondando como un rezo budista y había hecho más intensas esas 48 horas que mi amiga había pasado en el Roosevelt. Ya en el viaje hasta el cementerio, la canción fue obsesión. Esa forma de llorar cantando me sobrecogía. Aunque la canción tiene varias interpretaciones, para mí significa el exilio. La pérdida de las pequeñas cosas nos lleva a territorios fríos, esteparios y agrestes. Nos lleva a la vejez impostergable.
Mi amiga había muerto haciendo esas pequeñas cosas: bailar, tomar una cerveza y reír con su pareja. Para alguien como yo, alejado de las banderas, los himnos, las naciones, la genealogía y los dogmas de fe ciega, mi patria recae en las pequeñas cosas. Es difícil describir esta patria que se construye día a día en gestos nimios, en palabras y frases, en miradas y domingos o en cómplices amigos.
Esa patria chiquita, insignificante, es con la que me identifico, y por ella trabajo. Es la que quisiera para esta sociedad enferma y triste. Es la que reivindico cuando salgo a la calle y exijo para todos ese reducto íntimo para la alegría o para afrontar los duelos periódicos de nuestros ausentes o de nuestras evidentes contradicciones. Esa patria, ese reducto, ese zulo, es el mío.
Tenemos derecho a las pequeñas cosas una a una. A la risa, al juego, al abrazo de tu hijo sano. Tenemos derecho a tener niñas inocentes, siempre inocentes, nunca usadas, nunca abusadas, nunca acogidas en hogares refugio donde las violan y queman. Tenemos derecho a vernos a la cara, a parques y calles donde encontrarnos, a no discriminarnos, a no tenernos miedo. Tenemos derecho a organizarnos para vivir en comunidad nuestras pequeñas cosas, a compartir con otros esa nación íntima que nos identifica, nación libro, nación palabra, nación barrio, nación futbol, nación barrilete, nación feminista, nación universidad, nación instituto, nación baile, nación teatro, nación música, nación ideas, nación razón.
Salir con tu perro a dar una vuelta, saludar al vecino y platicar con él de cosas bobas. Algún chiste, algún recuerdo, algún chisme. Esas tonterías son los versos de mi himno.
No me basta con un bonito paisaje, con un atardecer incendiario o con una claridad transparente en los Cuchumatanes. No me basta con la anécdota excepcional de un medallista ni con la falsa comunidad sentada en la calle oyendo reguetón mientras se ilumina un cono de hierro y plástico en la plaza donde se conmemora la patria liberal del criollo. No.
Mi patria es más simple, es íntima y la quiero para todos.