El día viernes recién pasado vi en Cobán lo que jamás imaginé pudiera pasar en esa ciudad: Aprovechando un aguacero, los habitantes de una casa de huéspedes salieron a la calle para tomar un baño en una caída de agua proveniente de la terraza de la vivienda. Obviamente, días o semanas atrás estaban sin agua entubada.
Recordé entonces una noticia del 20 de marzo próximo pasado referente a la muerte de un hombre por una pelea por agua en el municipio de Palencia. A esta persona la ultimaron por medio de tres disparos en la espalda y según su esposa, se debió a inconformidades por el turno que obligadamente debían hacer los vecinos en el único chorro que existe en el lugar. Treinta y cinco años atrás, en el mismo municipio, como preludio, habían matado al P. Hermógenes López Coarchita, entre otras causas, por defender el agua de su comunidad que una empresa pretendía usurpar para entubarla y venderla en la ciudad capital de Guatemala. En aquella ocasión se blandió el argumento de que: quien más cree, menos sabe. Así pretendieron estigmatizar al P. Hermógenes: como un ignorante.
Recientemente, el Centro de Acción Legal Ambiental y Social (CALAS), denunció que 20% de los guatemaltecos no tiene acceso al agua y 80% debe lidiar con la contaminación. Denuncia CALAS que la constante deforestación es la causa de dicha situación y también pone el dedo en la llaga en cuanto que: “El líquido cristalino se ha convertido en foco de conflicto principalmente por la discusión con las industrias extractivas, así como en los monocultivos y en las comunidades rurales”.
La contaminación es por productos químicos y bacterias coliformes. Es decir, tenemos agua completamente fecalizada.
“Cada pecado trae su propio infierno” me instruyó un jesuita y el recién pasado domingo le di toda la razón. El río Cahabón, donde aprendí a nadar entre aguas cristalinas y bajo la mirada de muchos chuchos de agua (nutrias), es hoy un enorme desagüe que alarmantemente, el día en mención, tenía los niveles más bajos que he visto desde que tengo razón. “Perdimos el paraíso” habría dicho mi abuela materna y “las especies se exiliaron” le habría respondido yo.
Es muy difícil aceptar que la actividad forestal y agrícola no pueda realizarse sin alterar el orden de la naturaleza. Yo creo que el problema radica en la mezquindad del hombre. Ciertamente, sería necesario invertir más dinero para llevarla a cabo ecológicamente pero tendríamos a cambio un futuro promisorio que redundaría no sólo en ganancias económicas. Lamentablemente, nuestra realidad es otra. El trasfondo de la clandestinidad de tales industrias: Tala sin reforestación, uso de plaguicidas sin control, desaguar a los ríos vertederos de desechos y otras que tal parece, corresponden a los afanes no de cuatro sino de muchos jinetes del Apocalipsis, está asentada única y exclusivamente en la ambición del ser humano. En el deseo insano de hacer dinero fácil y a corto plazo. Y luego nos asustamos cuando vienen los desequilibrios.
En la Edad Media, la peste negra no respondía, aparentemente, a ninguna lógica. Igual ha sucedido en nuestro tiempo con el sida. Sucede que, muy lejos de nuestra conciencia quedó aquel axioma que reza: “Dios siempre perdona; el hombre a veces perdona; pero la naturaleza, nunca perdona”.
Los seres humanos tenemos la capacidad de discernir entre el bien y el mal y también, la de elegir por uno de los dos contextos. Lamentablemente, nuestra libertad está restringida de muchas maneras, principalmente, por las ambiciones económicas. En tanto, el mal es quieto, impasible, obnubila y no tiene misericordia. Así las cosas, en cuanto el agua, no veo un signo de esperanza porque nosotros los humanos del siglo XXI no la conceptualizamos como un don de Dios y un regalo de la naturaleza. De tal manera, la guerra del agua, en muchas expresiones y dimensiones nefastas se ve venir a la vuelta de la esquina.
Nos queda sí, la esperanza de las estrellas que aún titilan e iluminan los sueños de los recién nacidos.