La degradación del lenguaje

Sabía que algo no andaba bien con el lenguaje. El uso cada vez más frecuente de abreviaturas al escribir y de palabras soeces al hablar me decía algo. Pero nunca imaginé el monstruo ante el cual estamos.

Pude percatarme de ello esta semana recién culminada, que me permitió a ratos ingresar a ciertas redes sociales. Seguir los comentarios de los usuarios fue muy ilustrativo: insultos despiadados, incapacidad de establecer un diálogo basado en la razón, argumentaciones torpes y contraargumentaciones basadas en la injuria y la amenaza fueron la mezcolanza que encontré.

Asusta ver la incapacidad de relacionar términos y unirlos para construir frases y oraciones coherentes. No se tiene la menor idea de las normas básicas que deben regir la secuencia de los elementos gramaticales. Menos aún se tiene idea del significado de ciertas palabras y expresiones, ausencias que, sumadas a una innegable lentitud de pensamiento, impiden trasladar a lo hablado y escrito ideas correctamente relacionadas. En pocas palabras, hay ausencia casi total de sintaxis y semántica.

Entiendo ahora en toda su dimensión al doctor Salomón Lerner Febres, rector emérito de la Pontificia Universidad Católica de Perú, quien en la lección inaugural del año 2011 en la Universidad Rafael Landívar dijo: «Hoy sabemos que el gran enemigo de la democracia y de la salud de la cosa pública no es en primer lugar la corrupción ni la inacción, sino la degradación del lenguaje. Por ello, si hay un cometido inexcusable para la universidad actual, como aporte a la construcción de la ciudadanía, es el de preservar el poder comunicante y vinculante de la palabra». A su conferencia la tituló Palabra y ciudadanía.

¡Cuánta verdad hay en ello! A nadie escapa que la velocidad del desarrollo de la tecnología ha dejado muy atrás la velocidad del progreso de la ética que debiera acompañar a esa tecnología. De tal cuenta, copiar y pegar se ha vuelto, desde la escuela primaria, una costumbre nefasta cuyos resultados los vemos en las grandes masas de alumnas y alumnos que no pueden superar simples pruebas de lectura para ingresar a la universidad. Y entre quienes ingresan vemos enormes masas que desertan. Arriba del 40% en un consolidado global a nivel nacional.

Hombre masa, mujer masa. En eso nos está convirtiendo la tecnología mal aplicada porque, como un efecto secundario no deseado, el lenguaje se está degradando.

Como una guinda para aderezar la angustia notamos que, entre las personas que más degradación idiomática presentan, hay maestros y maestras de primaria que incluso tienen a su cargo el aprestamiento y el inicio de la lectoescritura.

Mi educación formal, desde la preprimaria hasta mis posgrados, transcurrió en instituciones públicas. Y no me arrepiento de dicho derrotero. No teníamos computadoras ni teléfonos móviles. No teníamos televisores. No teníamos un sistema informático por medio del cual recabar información al mejor estilo de Rincón del vago. Teníamos, como oro sólido, ¡libros! En casa o en las bibliotecas del Banco de Guatemala.

Reflexionando acerca de lo expuesto, también encontré que en nuestros pueblos del interior de la República —e imagino que así ha de haber sido en la ciudad capital—, en cada casa, no obstante la pobreza de nuestras familias, había una pequeña biblioteca. Muchas veces surtida con aquellos libros que exigían en la escuela, como La tierra del quetzal o el almanaque Escuela para todos, o, en su defecto, un cúmulo de periódicos que bien constituían una pequeña hemeroteca. Es decir, a pesar de nuestras carencias ¡teníamos material de lectura! Hoy, tristemente, ese lugarcito de la biblioteca o de la hemeroteca familiar ha sido sustituido por un pequeño bar, un televisor o una computadora.

No llamemos a engaño. Vamos en retroceso. La expresión escrita actual pareciera estar volviendo a la escritura cuneiforme. Vamos hacia una total ausencia de la capacidad para representar conceptos abstractos. Urge entonces repensar nuestra educación formal, particularmente de la preprimaria al ciclo básico.

Autor