Los niños, sin embargo, están bastante cerca de serlo. Son pequeños científicos en potencia. Son muy curiosos, como pequeños “interrogadores en serie” que parecieran no comprender el concepto de la regresión infinita que a tantos grandes filósofos (y otros no tan grandes) ha mortificado. Los niños quieren saberlo todo; un día preguntan por qué la grama es verde, y al otro quieren saber de dónde salió todo lo que existe. Sin embargo, en algún momento la curiosidad se muere.
La culpa es de muchos adultos que olvidaron lo que es llegar a este planeta sin haberlo pedido y querer saber cómo funciona. Estos adultos comienzan a demostrar su irritación con el vendaval de preguntas que hacen los niños y en lugar de fomentar esa curiosidad, hacen creer que preguntar tanto es malo. En nuestra cultura decimos, incluso, que “la curiosidad mató al gato”. Yo fui muy afortunado. Mi abuelo era científico y en mi familia siempre aplaudieron mis interrogatorios en serie. Si sabían la respuesta, me la explicaban con toda la paciencia y claridad del caso. Si no la sabían, me tomaban de la mano y me llevaban hasta la librera, de donde tomaban el libro relevante, buscaban la respuesta y luego me la transmitían. Había ocasiones en las que preguntaba cosas para las cuales no existía respuesta. En ese momento no lo veía, pero esas preguntas eran las que me iban a enseñar más cosas sobre la realidad.
Inevitablemente pregunté: “¿Y cómo saben que todo eso es cierto?” Fue así que me enteré de que existen unas personas llamadas “científicos”, que encuentran las respuestas a las preguntas que yo hacía y que constantemente siguen buscando respuestas para muchas otras interrogantes que aun no la tienen. Precisamente el hecho de no tener todas las respuestas es lo que los inspira a seguir buscando. El hecho de no poder tener una certeza absoluta, hace que cuestionen sus propias respuestas. Esta empresa humana por conocer cómo funciona el Universo se llama “ciencia”.
Quedé fascinado.
Mientras otros niños salían a la calle a jugar futbol, yo veía en la televisión a un hombre que vestía un cuello de tortuga rojo debajo de un saco de corduroy café, quien me explicaba, por ejemplo, cómo hace 2,300 años, un genio griego llamado Eratóstenes midió la circunferencia de la Tierra usando solo unas sombras y su materia gris. Su nombre era Carl Sagan, y junto con otras personas claves en mi vida, fueron los responsables de que el niño interrogador en serie no muriera.
Menciono todo esto porque funcionamos en base a creencias. Estas no son cosas aisladas, que se dan en un vacío social y cultural. Traspasan la materia ósea de nuestro cráneo y emergen en el mundo exterior en forma de acciones. Son las que nos impulsan a actuar de una manera y no de otra. Solemos identificarnos personalmente con nuestras creencias, como si fueran una extensión natural de nuestro “ser”. Eso hace que muchas veces sea sumamente difícil deshacernos de ellas, porque equivale a deshacernos de una parte de nosotros mismos. Si nuestra creencia es equivocada o nuestra idea es defectuosa, entonces somos nosotros los defectuosos. Cuando alguien nos cuestiona, nos insulta personalmente. No es nuestra culpa, así diseñó nuestro cerebro la selección natural. A Einstein se le atribuye haber dicho, con sobrada elegancia, que aparentemente es más fácil destruir un átomo que un prejuicio.
Pero no es imposible. Tenemos a nuestra disposición varias herramientas para destruir los prejuicios y las ideas equivocadas que llevan a la superstición, estupidez e intolerancia abundantes en nuestro país (y en el mundo). La única cura para estos males es el conocimiento. Nuestros principales obstáculos son la irreflexión, la ignorancia y el dogmatismo. La mejor manera de vencer a la irreflexión es la filosofía; la mejor manera de vencer a la ignorancia es la ciencia. Juntas invitan al escepticismo y vencen al dogmatismo. Will Durant decía que las ciencias son las ventanas a través de las cuales los filósofos ven el mundo. Mientras más limpias las tengamos, tomaremos mejores decisiones y encontraremos mejores soluciones a nuestros problemas personales y sociales. La curiosidad no mató al gato, solo lo hizo más inteligente.