Mucho antes que llegáramos a este punto, sin embargo, ya se perfilaba el debate principal que nos iba a enfrentar como sociedad: la idoneidad de la Dra. Claudia Paz y Paz, la hasta hoy Fiscal General y Jefa del Ministerio Público.
Los detractores la acusan de teñir la acción del MP con tintes izquierdosos, mucho más pegados a los dictámenes e intereses de la comunidad internacional y de los actores de los Derechos Humanos –que para este sector, es sinónimo de mala palabra–, que a los “intereses” legítimos por la justicia; en este punto, por supuesto, habría que preguntarse cuáles serían esos intereses “legítimos”, especialmente en un país plagado por las contradicciones ideológicas, los sesgos institucionales, los intereses sectoriales y las miopías académicas.
Los defensores se centran básicamente en el gran impacto y aprecio que se le tiene a la Dra. Paz en el ámbito internacional, además de que las cifras parecen demostrar una gestión que pese a que todavía no es óptima, en general tiene mejores números que la del resto de fiscales en los últimos tiempos, aunque algunos han cuestionado dichos números, porque argumentan que tales no reflejan la calidad de los procesos, ni el aumento de las condenas, sino solamente una leve mejoría. Igual peso tiene en su defensa, la calificación que obtuvo por parte de la Comisión Postuladora, en el proceso de selección de la lista de seis aspirantes que le llega a manos del Presidente, para que éste proceda a la designación.
Un análisis más detallado de esta controversia demuestra que las falacias abundan en ambos lados de quienes defienden o critican la acción del MP bajo el mando de Claudia Paz y Paz: en primer lugar, atacar el sesgo ideológico no es significativo, porque en Guatemala todos los actores y muchos académicos padecen de este mismo mal; ya quisiéramos tener una sociedad libre de prejuicios y con criterios sociales de verdad que fueran más representativos de la “guatemalidad”, sea lo que éste término signifique.
Por su parte, los defensores le hacen un mal favor a la fiscal, al señalar el apoyo y el reconocimiento de actores e instituciones internacionales, ya que este aspecto solamente señala que aún tenemos una alta injerencia extranjera en nuestros procesos políticos, lo cual no deja de ser cuestionable bajo todo punto de vista.
Un aspecto crucial en esta discusión, sin embargo, es la mala costumbre de calificar “méritos” en base a una tabla, para posteriormente obviar dicho proceso de asignación de calificación, para proceder a escoger arbitrariamente a quienes poseen menos méritos y capacidad: ¿Estamos validando, entonces, una suerte de “cultura de la mediocridad”? ¿Para qué la farsa de calificar méritos y capacidad, si posteriormente hay otros criterios –que nunca explicitan– que favorecen la elección de los menos idóneos?
Lamentablemente, estamos lejos de construir espacios y criterios adecuados para dirimir nuestras controversias, y el debate en pro o en contra de la fiscal nos ha desnudado nuevamente como sociedad: el reflejo que percibo de este proceso sigue siendo tan desalentador como siempre.