Mientras escribo estas líneas, la Corte de Constitucionalidad hace pública la anulación de la sentencia de 80 años contra Efraín Ríos Montt y hace retroceder el juicio hasta el 19 de abril último. No es una decisión que nos tome por sorpresa. Es una decisión que revierte una parte del proceso, pero no podrá nunca revertir los hechos -ni los hechos, ni lo que hemos escuchado y atestiguado durante el proceso. Lo más aberrante de nuestra historia reciente ha quedado expuesto. Más importante aún, la luz que irradió el edificio de la Corte Suprema de Justicia el 10 de mayo de 2013 quedará inscrita en el imaginario colectivo.
No se han borrado las atrocidades, como tampoco se ha borrado el momento en que el mundo entero escuchó de la voz de los tribunales nacionales, un signo inequívoco de reconocimiento de la barbarie. La carga simbólica de la sentencia de mayo contiene una declaratoria de intención: no renunciaremos a la dignidad de la vida.
“¡Pero como bolo (vengo)! Ya no miro que está claro. Y no vengo ni triste. No pienso nada.” Ésas fueron las palabras de un sobreviviente de la masacre de San Francisco, Nentón, ocurrida el 17 de julio de 1982; palabras que recoge el antropólogo Ricardo Falla en el artículo Saliendo de la noche oscura. Experiencia religiosa de los refugiados guatemaltecos (1985).
Nadie que haya descendido a la muerte –su propia muerte– sale ileso de una experiencia como ésa. A la muerte generalmente la encuentras con el alma desnuda: no encuentras de qué asirte por segundos que pueden parecer eternos. La muerte y el terror no sólo anularon la vida, también suprimieron el sentido. ¿Habremos perdido la capacidad de sentir? ¡Cuánta razón tenía Séneca cuando exclamaba –supongo que angustiado– “vuelvo más avaro, más ambicioso (…) aún más cruel y más inhumano, porque estuve entre los hombres”!
En un texto de Rodrigo Rey Rosa, el autor nos traslada imágenes de su conversación con un hombre en un café en Santa María Nebaj. En el relato hay una frase que me sacudió, porque da cuenta de la infinita desolación humana que la barbarie engendra. Preguntaba el escritor Rey Rosa, “¿Hay algún ixil en particular que esté en la memoria de la gente como símbolo?” La respuesta es elocuente: “No. En la memoria lo que está es el fracaso. Y los mártires”.
La discusión que se leía en los medios sobre el fallo condenatorio (ahora anulado) por genocidio y por delitos por deberes contra la humanidad, trajo a colación varios argumentos que ponían en la palestra sus implicaciones jurídico-políticas. No pretendo ahondar en estos puntos aunque me parece básico resaltar que la sentencia se fundamentó en un largo proceso de debate y sistematización de formas de violencia exponencial que probaban que el pueblo ixil fue objeto de “asesinatos de forma masiva, constitutivo de masacres, violaciones sexuales masivas, desplazamiento forzoso, traslado de niños de un grupo a otro”. Como el deporte nacional es la adicción al olvido, se sustrae fácilmente de la discusión que el fallo fue el resultado de un proceso que inició varios años (no días, ni semanas, ni meses) atrás.
Tres cosas me interpelan cuando leo o escucho ciertas reacciones sobre el juicio: 1) que se pueda permanecer indiferente ante tal nivel de crueldad y violencia desenfrenada; 2) que no se pueda hacer un paralelo entre el horror vivido y la descomposición social de la sociedad guatemalteca, agravada por una impunidad rampante; y 3) que el horizonte de análisis jurídico –ineludible y necesario tanto como lo es una polémica seria sobre el tema– no se acompañe de una mirada ética. Una mirada que permita ver, aunque sea de reojo, lo que tanto el sobreviviente de la masacre de San Francisco como el interlocutor de Rey Rosa en Nebaj, apuntaban: estamos ebrios, borrachos, sumidos en un desamparo colectivo acunado por la negación de la vida del Otro.
Es difícil, diría Adriana Cavarero, hablar de cosas que hacen enmudecer o, quizá, gritar. Pero no podemos quedarnos mudos ante la violencia ciega que todavía hace convulsionar a Guatemala. Hablemos de lo vital: sustituyamos el principio de la intocabilidad de la finca por el de la intocabilidad de la vida. Entonces sí, platiquemos de tender puentes. El veredicto del juicio fue para muchos –y me incluyo– una ventana de oportunidad que se abría. Es la regeneración social la que está en juego.
La admisión del círculo de la muerte cierra el duelo y puede abrir diversos caminos para recuperar el sentido –ese que perdimos cuando como sociedad pasamos por alto que no solamente estábamos consintiendo el término brutal no de la vida, sino de la condición humana. En ese cierre está el potencial regenerador. Es el preludio. ¿Estaremos saliendo de la “noche oscura”? Toca insistir: no nos podemos confinar en trincheras que nieguen la vida o las injusticias. Toca navegar en el laberinto de las instituciones de procuración de justicia, sin olvidar que el 10 de mayo se sentó un precedente. Y toca, finalmente, hacerle frente a la opacidad –de forma, pero sobre todo de fondo.
“En la noche, todos los sueños son permitidos” rezaba un cuento que le leía la otra noche a mi hija, Clara. “¿Y en el día?” –preguntó la niña. Eso, en el día… La vida seguirá insinuándose a condición de no seguir cultivando los engranajes del Horror. Clara, como claridad: si no fuera por sus preguntas sutiles, no sé qué haríamos todos aquí.