No sé exactamente en qué momento de mi vida comencé a llenar mi bolso con cuanta charada encontraba.
En la universidad solía llevar uno pequeño con cosas básicas como lapiceros, dinero en efectivo (nada de tarjetas, que en ese momento ni existían), quizá una calculadora y la sombrilla (porque en Costa Rica llueve día y noche —tal parece que el cielo se rompió en este mi terruño natal—). Los libros y los cuadernos los cargaba en la mano.
Cuando tuve mi primer trabajo, mi bolsa comenzó a engordar. Le metí cepillo y pasta dental, un espejito, algo de maquillaje, las llaves de la casa (ahora tenía mi propia morada), la sombrilla (que siguió siendo equipaje obligado), alguna fruta o galleta para matar el hambre, toallas sanitarias por si acaso, alguna aspirina (porque una nunca sabe) y la billetera (ahora tenía una para portar mis documentos y mis centavos).
Al nacer mi primera hija, la bolsa se desbordó por todos lados. La andaba siempre con la boca abierta y aún así le faltaba espacio. Los pañales, las toallitas húmedas, la cremita, un suéter liviano, frutas y galletas para entretener el hambre, un cambio de ropa por si pasaba algo (siempre pasa), algunos juguetes para calmar el aburrimiento, medicinas y jarabes de todo tipo, mi infaltable sombrilla (solo que ahora más grande), las llaves, la billetera y un montón de papeles que, como las palomas de una plaza, apenas abría mi bolsa salían volando. El maquillaje quedó tirado en alguna parte (no había campo). Y si no encontraba las toallas sanitarias, me ponía un pañal y seguía el trajín como si nada.
Las hijas crecieron y mi bolso se siguió llenando, solo que ahora volví a llevar maquillaje. Ya no necesito las toallas sanitarias, pero en cambio meto Kleenex y papel higiénico por si acaso, varios tipos de anteojos para ver de cerca, para ver de largo, y las gafas para el sol, además de mi billetera, que ahora está más abultada, un puñado de lapiceros, una libreta de notas que me sirve de diario, quizá un libro para leer en algún descanso y un manojo de llaves (no entiendo por qué con la edad aumentan las cerraduras y las puertas). No podría faltar mi celular, que, como si fuera un duende travieso, se esconde en la penumbra de mi bolsa cada vez que me llaman. A veces logro meter también una computadora portátil, que incrementa por tres el peso que cargo sobre mis hombros. La sombrilla ahora la llevo en la mano.
Veo a mi esposo y a la mayoría de hombres en la calle, que andan felices por el mundo, con una pequeña billetera en el bolsillo del pantalón, su celular y un lapicero en la bolsa del saco. Los más caballeros portan pañuelo. Los que cogen y son responsables llevan condones, y los fumadores, su vicio en la mano. ¡Carajo! ¿Cómo lo hacen? Yo nunca llevo ni condones ni cigarros, y eso que tengo espacio.
La bolsa se ha convertido en la cruz que cargamos, en una especie de yugo que nos somete a un rol determinado. Nos dicen que debemos estar siempre lindas y limpias, que somos las únicas responsables del cuidado de los hijos, que nuestros placeres cotidianos, como la lectura, están restringidos a otros espacios fuera de la casa (porque en el hogar comienzan las obligaciones). ¡Basta ya! Tiremos la bolsa a un lado, tomemos lo básico y salgamos a recorrer el mundo sin ataduras (que no quiere decir sin responsabilidad) que nos atan y nos restringen el espacio. Las mujeres libres no llevan bolsa.