Judicialización ambiental: el caso del petróleo en la Laguna del Tigre

Algunos analistas políticos platean que nuestro país agotó un ciclo cuyas bases ya no pueden sustentar niveles de funcionalidad institucional que permitan ofrecer bienestar para todos los pobladores mientras, simultáneamente, se navega en un entorno internacional inestable en unos ámbitos –económico– y hostil en otros –seguridad– y se administran eventos domésticos que son vectores potenciales de inestabilidad.

Cualquiera que sea la posición en la franja entre el optimismo y el pesimismo para juzgar la situación del país, no se puede negar que la realidad está impregnada de una serie de dificultades económicas, sociales, ambientales e institucionales, con las cuales parece que no se puede lidiar apropiadamente. Las mejoras que eventualmente se asoman no alcanzan escala, no se institucionalizan apropiadamente y por lo tanto terminan diluyéndose. Todo parece indicar, cuando menos, que estamos estancados.

Dentro de este panorama, el desempeño ambiental resulta caótico lo cual no debe sorprender pues en “el ciclo que parece haber concluido” no ha tenido un abordaje consciente del valor estratégico que tiene un entorno seguro en la búsqueda del bienestar de la persona. Los resultados que tenemos a la vista no podían ser distintos: niveles de agotamiento, degradación y contaminación que alcanzan dimensiones, en algunos casos, inmanejables bajo el abordaje actual. Las consecuencias de un entorno diezmado ya se pueden identificar claramente cuando se analiza la multidimensionalidad de la pobreza. Y todo parece indicar que el sistema seguirá indiferente mientras esta dimensión incrementa su importancia relativa en las crisis nacionales. Agua, energía, alimentos, salud, desastres, entre otras, son áreas de inminente crisis.

Ausencia total, insuficiencia o impulso de incentivos perversos han caracterizado el ejercicio público en relación al ambiente natural. Alianzas perversas del aparato público con poderes corporativos privados, han apuntalado grandes agresiones a ecosistemas nacionales en plena impunidad. ¿Y el contrapeso? Algo han logrado hacer las organizaciones –y personas– proambiente, cada vez más escasas y genuinas en el ejercicio. La atmósfera de desventajas y de incomprensión en la que se mueven estas organizaciones y personas solo fortalece nuestra pobre vocación democrática. Prácticamente no hay canchas marcadas y cuando hay son ignoradas, no hay jugadores limpios, no hay árbitros autónomos y al público, en general, le interesa un pepino el marcador ambiental. Esa es la realidad y las consecuencias están a la vista. Y a estas organizaciones y personas, el sistema más bien parece castigarlos.

Quizá los efectos de las crisis empujen un esfuerzo social conjunto para administrar el ambiente natural de manera distinta. Pero ese momento no ha llegado. Hoy, la última vía parece ser la judicialización de los asuntos ambientales y las cortes sanas, el último reducto de justicia ambiental. Y esa es la vía que ha terminado dando la razón a las organizaciones y personas que se opusieron razonadamente a la ampliación de las operaciones petroleras en el Parque Nacional Laguna del Tigre. Una operación marcada por la corrupción a todo nivel donde el condenado ex Secretario Ejecutivo del Consejo Nacional de Áreas Protegidas –CONAP–, fue solo un eslabón. La actuación de esta corte y este caso indican que no todo está podrido aún. Y aunque esto es bueno, no es suficiente, porque el futuro de la vida no puede depender de estas excepciones.

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