«Esta es una máquina monstruosa que aplasta y nivela según cierta serie. […] Me imagino que también los demás […] habrán decidido que no se dejarían dominar. Sin embargo, sin darse cuenta siquiera, por lo muy lento y molecular que es el proceso, hoy se encuentran cambiados y no lo saben. No pueden juzgarlo precisamente porque están cambiados del todo. Sin duda, yo resistiré» (Antonio Gramsci, 1928).
Luego de que la fiebre tifoidea acabara prácticamente con toda tu familia, el primo de tu abuelo hizo todo lo posible por sacar a los pocos sobrevivientes de Sepacuité. Ya durante el brote de la enfermedad había prohibido el ingreso de agua y alimentos. Tu padre, tú y 4 de tus 13 hermanos sobrevivieron gracias a la desobediencia de una de las empleadas de una finca vecina que a escondidas se escurría de madrugada con cubetas de agua potable y comida.
Lo que vino después es aún difuso. Apenas podríamos llamarlo historia. Tú eras tan pequeña y los sucesos no están documentados. Solo nos queda la memoria de tus hermanos, las conversaciones de sobremesa, el cuaderno cementerio. La imagen de tu tía materna sentada en la mecedora al final del pasillo mientras esperaba la noticia del próximo muerto durante esos días nunca te abandonó, si bien no era un recuerdo tuyo.
La pulmonía casi acaba contigo y con todos nosotros. Sobreviviste. Vivimos. Con lo poco que lograron rescatar de la finca, tus hermanos lograron construir una casa en la ciudad y continuar con sus estudios. Muy pronto ellos se involucraron en movimientos estudiantiles. Tú querías ser pianista, pero tu piano tuvo que venderse para apoyar la revolución.
El paso del tiempo estuvo marcado por sucesos siempre de conflicto, de rabia y de resistencia. Tu padre cayó preso por razones políticas, luego tus hermanos. Contubernios, llamadas de media noche, libros prohibidos forrados con papel kraft en el fondo de la librera, borracheras que podían volverse violentas a raíz de la pasión revolucionaria.
La reforma agraria trajo de nuevo Sepacuité a la mesa. Los antiguos trabajadores e hijos no reconocidos habían hecho acopio de armas e integrado varios alzamientos en Carchá. El primo de tu abuelo había muerto. Su hijo había huido a Cuba para intentar integrarse al comercio del ron. Nuevos líderes en Alta Verapaz inspiraban a la población q’eqchi’ después de décadas de explotación.
Tú, que creciste sin madre, te inventaste una como modelo para poder serlo.
Pero al derrocamiento de Arbenz lo siguió la persecución de los arbencistas por toda la región. Castillo Armas les devolvió las fincas a los antiguos terratenientes. Tus hermanos pasaron de la revolución a la insurgencia. La lucha se extendió por más de dos décadas. Las llamadas intervenidas, planes de exilio, encubrimiento de amigos e intelectuales…
Tu vida giró por mucho tiempo alrededor de todo aquello. Tu papel se limitó (si bien no era nada limitado) al de protectora, al de preparar comidas para la familia y para cualquiera que pudiera llegar en necesidad de refugio. Mientras, casi a escondidas, estudiabas. Habías sacado el magisterio, pero te apasionaban la filosofía, la música clásica, la literatura rusa. Eras aún bastante joven cuando tu padre cayó enfermo. Tuviste que cuidarlo hasta el día de su muerte. Lloraste por él hasta el día de tu propia muerte.
Pronto te hiciste madre, Josefina. Y, sin embargo, nunca dejaste de ser la figura maternal de tus hermanos y su principal apoyo. Cuando fueron muriendo, uno por uno, muchos años después, fuiste muriendo tú también. Pero siempre resistías. El miedo a la muerte era más fuerte. Cuidaste con intensidad —aguerrida como eras— a tu esposo y a tus hijas, luego a tus nietos. Usaste a Tagore y a Confucio como manual de crianza. Tú, que creciste sin madre, te inventaste una como modelo para poder serlo. Nunca necesitaste un dios. El día de tu muerte tenías tanto miedo. Moriste hace una década y, con cada año que pasa, los detalles de tu historia se hacen más difusos. Es hora de recuperarla.