Iniciativas para el caos

Estoy escuchando a A. A. Williams, una sugerencia de una crónica de Carlos Marcos publicada en El País que empieza con un titular construido a medio camino entre un elemental clickbait y lo sugerente: el rock no está muerto.

El artículo menciona que la música incluida en Forever Blue (2020) era seguramente lo «más oscuro, apocalíptico, siniestro y apasionante» compuesto durante el otoño europeo. La oferta era irresistible y el disco no decepciona, pero tampoco cumple a cabalidad ese rol, que en una época como esta tiene una dura competencia con los reportes de la OMS y los debates presidenciales.

La voz y las letras crean algo que va un paso más allá de la desesperanza en tiempos aciagos: «Because I belong on my own / and I belong with nothing at all», repite el coro de Melt en un ambiente de melancolía que amenaza con quebrarse en algún punto.

Si el rock vive, muere o está convaleciente, ha alimentado varios artículos de opinión de aquellos que causan la nostalgia por la barra de un bar en la que se construyó alguna imitación muy cercana a la felicidad. Pero, por añejo, el tema se ha convertido también en un cliché que se exhibe con mayor frecuencia de la que debería un señor de la tercera edad que representa a un grupo vulnerable.

Sin embargo, al evocar el estado de salud del rock (que seguramente es más que nada un cuadro asintomático), no puedo evitar recordar a aquellos amigos que tenían lo que yo siempre he envidiado: un espacio en la radio. Admiro a quienes tienen la oportunidad de poner una canción que puede acompañar a un corazón roto o a la formación de lo que será la banda sonora de las memorias de un ser humano.

La formalidad del lenguaje jurídico, la solemnidad y la rimbombancia ayudan a hacer más grande esa distancia entre las necesidades de los ciudadanos y el Estado.

Mientras tanto, asisto a un curso virtual. Durante una hora escucho a alguien exponer sobre los conceptos de Estado de derecho, pesos y contrapesos, independencia de poderes, república… Y, pese a su enorme importancia, no puedo evitar pensar en lo abstractos que esos elementos resultan para cualquier habitante de un caserío rural del Corredor Seco entre Honduras y Guatemala que trata de averiguar cómo arrancarle algo a la tierra, al igual que seguramente tampoco suenan a mucho para quienes buscan trabajo desde el inicio de la pandemia en San Salvador o en la ciudad de Guatemala. Estos conceptos son también nebulosos para al menos uno de los participantes en un debate presidencial hace unos días.

La lejanía de estos conceptos explica en parte su debilidad. Tal vez una de las claves por las cuales el poder tiene la capacidad de cubrir sus propias huellas y borrar evidencias es la omnipresencia de los abogados en casi todas las esquinas de la vida pública. La formalidad del lenguaje jurídico, la solemnidad y la rimbombancia ayudan a hacer más grande esa distancia entre las necesidades de los ciudadanos y el Estado.

Termino estas líneas con otra de las sugerencias de El País: el sonido de Hate for Sale (2020), el sonido de los Pretenders recién lanzado y que tiene el inmenso mérito de sonar como un ensayo en el garaje. ¡Algo bueno, después de todo!

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