Inestable, inflamable

Apresuré el paso cuando noté que salía agua por las puertas de lo que hasta hace no mucho llamaba «mi casa».

No entendí lo que sucedía en ese momento. Y no entendí realmente lo que había ocurrido hasta pasados algunos días, cuando percibí un doloroso olor a vacío en el ambiente y una desolación oscura semejante al color negro que se había apoderado casi por completo de las paredes y del techo. Las caras manchadas de ceniza y los ojos rojos que miraban con profunda tristeza lo que alguna vez fue parte de su vida me impedían llorar por mí. Mi dolor o mi incertidumbre eran nada comparados con todos los años que ellos habían perdido en veinte minutos. Nadie dijo nada. Nadie sabía qué decir. Todos sabíamos que, si alguien hablaba, ninguno podría contener el llanto. Pero aun sin decirlo nos preguntábamos lo mismo: qué vamos a hacer ahora.

Nunca la falta de estabilidad se nos había mostrado tan evidente. Tampoco había sido más triste pensar que todo lo que habíamos trabajado había sido para hacer más rica a otra gente.

Apresuré el paso para llegar al lugar donde nunca más voy a vivir y que ahora está en la lista de los lugares que no son ni serán míos porque para ser dueño de algo hay que ser dueño de todo y yo no soy dueña ni del dinero que meto en el banco.

El triunfo del fuego abrasando sin compasión nuestra casa era la derrota de nuestra mal llamada libertad. Habría sido más fácil y, sin embargo, no menos doloroso vivir la vida que el sistema quiere que vivamos y tener un seguro para esa vida en vez de un lugar seguro para la que deseamos tener.

El calor destruyó el suelo de la casa y nos mostró que nunca hemos tenido donde poner los pies.

¿Qué nos espera? Si hay algo en el futuro para quienes estamos condenados por el pasado y por sus exigencias e insistimos en hacer de nuestro talento nuestra profesión aun sabiendo que, si un día tenemos que llenar el formulario de un hospital, nuestro oficio no va a aparecer en el listado oficial, ¿qué podemos esperar si quienes nos empobrecen y oprimen son quienes deberían alimentarnos?

Las llamas que salían por el techo y podían verse desde el otro lado de la calle en medio de la noche iluminaron de repente una realidad que no es solo nuestra, sino de muchos como nosotros y que hasta entonces habíamos logrado sobrellevar. Esa noche y las noches siguientes y las que han de seguir nos invadió el dolor por la mala suerte de nuestra generación. El calor destruyó el suelo de la casa y nos mostró que nunca hemos tenido donde poner los pies. Sabemos que volvió a amanecer, pero sigue estando oscuro. Nadie ha tenido tiempo para llorar. Nadie ha tenido tiempo para sí mismo. Desde que trabajamos, solo tenemos tiempo para trabajar. Aun así necesitaríamos dos vidas o tal vez tres para pagar todo lo que nunca pedimos. Se nos amontonan las noches en que dormimos apenas y despertamos sabiendo que la única herencia posible se llama deuda. Éramos, hasta la noche del incendio, obreros con cosas, pero las cosas se quemaron. Nos quedamos juntos, sabiéndonos invisibles para quienes la carencia es lejana. Más tarde recordamos que casi todos estamos a una noche como la nuestra de no tener nada.

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