Impunidad: no en mi nombre

La negación de los crímenes de Estado se ha convertido en una política oficial. Interna y externamente, así lo demuestran los actos de Gobierno.

Un presidente que apenas asume el cargo y, en abierta violación a la independencia de poderes, pide a las cortes “no juzgar los casos de genocidio”. Un secretario de la Paz que resuelve cerrar la Dirección de Archivos de la Paz, en su dependencia.

Una representación de Gobierno que pide ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, abstenerse de juzgar al Estado de Guatemala por delitos de lesa humanidad. Un embajador ante la Organización de Estados Americanos (OEA) que reitera, en una audiencia ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), la petición del Gobierno para que sean inadmisibles los casos del conflicto armado interno.

Ante los órganos internacionales, los representantes del Gobierno alegan que Guatemala se adhirió al tratado de la CIDH hasta en 1987 y los casos que se juzgan acontecieron en fechas previas. Se refieren a los años en que el Estado cometió actos de genocidio -entre 1981 y 1984, así como a las decenas de miles de casos en que cometieron desaparición forzada. En esta última situación estarían los procesos por las personas cuya captura o muerte presunta se registra en el llamado “Diario Militar”.

Son en fin, un conjunto de casos de orden emblemático por su impacto o por su contenido, los cuales el Estado de Guatemala pretende que queden sin sanción alguna. Es decir, procura impunidad para los altos mandos militares que condujeron los destinos del país en el período en el cual, la maquinaria militar y de inteligencia sirvió para identificar, vigilar, perseguir, capturar y desaparecer o ejecutar a quienes figuraban como “enemigo interno”, esa perversa calificación para quien no se plegaba a la línea de pensamiento que dominaba el aparato de Estado en el período del conflicto.

En su afán por asegurar impunidad para los perpetradores del genocidio y otros crímenes contra la humanidad, el actual Gobierno ha empezado, como se indica, por negar los hechos. Ha dicho y ha estimulado que se diga una sarta de mentiras con tal de encubrir esos hechos. Alegan, por ejemplo, que nunca hubo una orden para acabar con “una etnia en particular” o que nunca se pretendió aniquilar a un pueblo en sí mismo. En otros momentos, alegan que fueron acciones cometidas por la tropa y que la dirección no tenía informes de lo que sucedía. Mentira que se cae cuando se demuestra que el alto mando siempre tuvo información del terreno en tiempo real.

Cuando las mentiras se les caen en las cortes nacionales, buscan entonces alegar que en el terreno internacional no hay manera de juzgarles porque los acuerdos se dieron con posterioridad a la comisión de los hechos. No niegan los mismos, todavía. Sin embargo, se olvidan de que durante décadas, negaron a la población la justicia por los crímenes cometidos y que esa negativa, así como la continuada desaparición de las personas, en los casos de estos hechos, hace que la jurisdicción sea vigente y permita que la justicia internacional señale al Estado en su responsabilidad.

En tal sentido, cuando el presidente Otto Pérez Molina pide a las cortes que no juzguen el genocidio o cuando su secretario de la Paz, Antonio Arenales Forno o su jefe del Programa Nacional de Resarcimiento, Jorge Herrera Castillo, hacen el juego a la impunidad en el terreno nacional o internacional, no me representan.

Cuando los funcionarios del actual Gobierno afirman ante la CIDH que los procesos por genocidio, desaparición forzada o ejecución extrajudicial, deben ser inadmisibles, no hablan en mi nombre ni en nombre de las víctimas.

Hablan en nombre de quienes deben dar cuentas a los tribunales porque son la voz de los perpetradores que han evadido la justicia. Y porque procuran impunidad, ellos no hablan en mi nombre. 

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