Historia viva, historia a contrapelo

Una de las razones para comprender y vivir la historia a contrapelo, como propuso Walter Benjamin, es encontrar los relámpagos de lucha en el pasado vivo.

No en el ayer anecdótico de los discursos oficiales (Estado, empresas de información, iglesias, educación y poderes económicos).  Ese es un pasado lineal, una concepción de la historia donde nombres y fechas son imprescindibles para negar los procesos y sus contradicciones.

Precisamente, el pasado vivo está en el presente porque dentro de las batallas por la memoria, las mayorías desposeídas mantienen su herencia de lucha, de resistencia frente al capitalismo.  No siempre en articulación total, pero existen. Así, en ser para y por la memoria viva y la justicia, las demandas históricas constituyen gran parte del sentido colectivo.  Se generan identidades que no son estáticas y que trascienden las lógicas hegemónicas de nación.  De esa forma, el Estado simplifica y diluye lo diverso en una apariencia de unidad que nubla las maneras de dominar, nutridas, fundamentalmente, por elementos ideológicos y de sujeción económica.

Los sectores que se atribuyen el desarrollo de nuestra sociedad y las capas medias urbanas que legitiman cada cuatro años el artilugio aparentemente democrático del Estado de Derecho, no logran ver esta relación dialéctica.

En ese sentido, no es de extrañar que en empresas de información y en los comentarios de inconformidad que se escuchan en las calles, se rechacen las manifestaciones que sectores populares realicen.  Esto sucedió de nuevo durante la semana en curso en la que llegó a la capital la marcha de organizaciones campesinas con el apoyo de otros grupos sociales afines.

Es evidente la complicidad de la mayoría de los medios masivos de comunicación con el actual gobierno en tanto opacan el contenido de las demandas planteadas. Como supuestos generadores de opinión, desvirtúan, desde pretextos como “obstaculizar la libre locomoción”, “pérdidas económicas al país” y que son “personas manipuladas” o “terroristas”, las causas de las desigualdades. 

La indiferencia o rechazo que generan estos actos de dignidad por la búsqueda de soluciones reales tiene relación con la ausencia de conciencia de la historia de Guatemala y su dependencia al capital transnacional. Una sociedad racista que ha logrado desarrollar mecanismos para naturalizar las formas de dominación y de anteponer la propiedad privada a la vida, a los recursos naturales, a la autodeterminación y al territorio como parte del ser en el mundo.

Y en esa lucha dialéctica, histórica y justa, resalta el sentido de ver la historia desde otras perspectivas.  Desde el hacer cotidiano.  De la sobrevivencia y de negarse a la reproducción del colonialismo y las formas imperialistas desarrolladas por las potencias europeas que se expandieron a finales del siglo XIX por África y América Latina.  De esa disputa por recursos y mano de obra que darían razón al desarrollo industrial y militar que derivaron de la Revolución Industrial, gradualmente.  Lógicas “civilizatorias” bajo el supuesto del progreso que, por su propia dinámica, desembocó en la acumulación de capital e instauración del trabajo como regulador de las vidas.  ¡Vaya progreso que dejó el liberalismo!

Por ello, y aunque sea difícil la comprensión por parte de los sectores que niegan nuestra construcción histórica como país, la historia es más que clara y contundente.  La memoria en voz de quienes quedaron sin oportunidades es la lucha viva.  Es ir a contrapelo frente a lo injusto.  Es el pasado vivo que transita por carreteras y ciudades para exigirle al Estado que cumpla con lo que debe: resolver el latifundismo heredado de la Colonia y sus mecanismos opresores, además del ethos señorial que niega el respeto a la vida y al territorio, entre muchas otras demandas.  ¿Tendrá voluntad política el gobierno para priorizar la vida frente al capital y los intereses transnacionales?  No lo creo.  Mientras, seguimos resistiendo.   

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