Es cuando menos una oportunidad para que quienes permanecen al margen de la política nacional se expresen y vayamos resolviendo algunas cosas del enorme listado pendiente que tenemos.
La pregunta obvia es: ¿cómo vamos a construir un país donde quepamos todos y podamos convivir en paz? La Procuraduría de los Derechos Humanos (PDH) recientemente advirtió sobre 82 conflictos que podrían presentar hechos de violencia. Mi impresión es que se quedó corta la PDH. El país entero necesita poco para convertirse en un polvorín. ¿Qué podemos hacer para evitarlo?
Los llamados a hacer valer el Estado de Derecho generalmente me parecen vacíos. No porque tener un Estado de Derecho no sea un objetivo deseable, sino porque es solamente eso, un ideal. No es un medio. Todos piensan en Holanda como un país en el cual la ley se cumple. Sin embargo, cuando estuve ahí me ofrecieron hashish en una de las calles más transitadas de Amsterdam, lo cual es abiertamente ilegal. ¿Será que la Policía no tiene idea de esta práctica? Con toda seguridad lo saben y optan por ignorarlo porque es lo más práctico. Lo mismo sucede en Dinamarca con las ventas de garaje que no pagan IVA. En ningún país del mundo todas las leyes son aplicadas con la misma fuerza. Sería un contrasentido que así fuera porque la aplicación de algunas dificulta la aplicación de otras. Determinar cuáles leyes van a ser de cumplimiento prioritario y en qué medida es, entonces, una cuestión inevitablemente política.
Y ahí está el problema: la política en Guatemala carece de legitimidad. Si la máxima de nuestro sistema de derecho –la idea de soberanía popular a través de un sistema representativo- carece de legitimidad, ¿qué se espera de todas las normas que de ella derivan? En los países que más se acercan al ideal de Estado de Derecho, las máximas constitucionales gozan de una abrumadora aprobación popular. Más aún, el sistema se encarga de enseñar (o adoctrinar) a la población para que las acepte. En Guatemala, en cambio, la democracia enfrenta serios cuestionamientos –como mencionaba en la quincena anterior– y nunca se mencionan sus beneficios.
En estos mismos países, cuando un partido sale derrotado en las elecciones, no se le echa la culpa a la población, de la misma forma que un negocio no le echa la culpa a sus clientes cuando no le compran. Por el contrario, el partido derrotado trata de ajustar su mensaje o modificar su agenda para lograr la mayoría. Acá, las últimas dos elecciones han sido la ocasión perfecta para que las redes sociales se transformen en un desfile de racismo y clasismo, particularmente tras la elección de Álvaro Colom. Y lo relevante no son esas expresiones por sí mismas, sino lo que dicen sobre la gobernabilidad del país. Al deslegitimar la autoridad democrática, se abre la puerta a una oposición sin límites, porque se está cuestionando el fundamento mismo del sistema.
Esa puerta fue la que se abrió durante el gobierno anterior por parte del segmento de población urbano y de clase media, y es la que ahora deslegitima al gobierno actual frente a los demás sectores de la nación. Si tan solo se tuviera la confianza de que el gobierno actual responde al mandato de las urnas y no de los financistas, tendría el apoyo necesario para evitar estas crisis y buscar la salida de los conflictos potencialmente violentos. Y eso, a la larga, sería lo mejor para todos, incluso para la inversión privada que, ante todo, desconfía de la estabilidad política y social del país. De lo contrario, no quedará más que aceptar que los bloqueos son en Guatemala como el hashish en Holanda, un derecho de hecho.