Había una vez, muy lejos de aquí, en un lugar de L. de cuyo nombre no quiero acordarme, un pequeño país.
El susodicho terruño no tenía especiales riquezas naturales. No había ni oro ni plata. Sí un poco de petróleo. Y, ¡oh, sorpresa!, exportaba petróleo crudo para luego comprar, de un país vecino, oro negro refinado, es decir, combustibles para sus vehículos. Curioso, ¿no?
Pero sí producía alimentos. Lo curioso es que su gente, aunque se mataba trabajando en el campo en la producción de comida (granos básicos y hortalizas fundamentalmente), comía muy mal. De acuerdo con esas mediciones que suelen hacer los organismos especializados en medir la pobreza (¿para qué la medirán si después nunca hacen nada al respecto?), ese alegre país ocupaba el nada honroso primer lugar en desnutrición infantil entre todas sus naciones hermanas. Y, para desgracia, el sexto a nivel mundial. Parecía una maldición, pues, con todo lo que salía de sus tierras, su población pasaba hambre.
Los principales cultivos eran la caña de azúcar, el maíz, la palma aceitera, el café. Este último dependía mucho de los precios fijados en el mercado internacional. Cosa curiosa también: producía café, mucho y de gran calidad, pero el precio de ese producto se fijaba en una bolsa de valores a miles de kilómetros de distancia. En fin, cosas que no se entienden.
Los otros cultivos, curiosamente también, se destinaban a elaborar etanol, es decir, biocombustible para vehículos en un país de gente de piel muy blanca y cabello muy amarillo. Lo increíble es que esa producción le quitaba posibilidad de tener más tierra cultivable para sembrar alimentos. Se priorizaba el mercado externo, y no el hambre de la población. En fin…
Ese alegre país ocupaba el nada honroso primer lugar en desnutrición infantil entre todas sus naciones hermanas. Y, para desgracia, el sexto a nivel mundial.
Como vemos, en ese país las cosas iban un poco al revés. O bastante. Porque —esto era quizá lo más curioso— su población era mayoritariamente descendiente de unos habitantes que habían llegado a esas tierras unos 4,000 años antes y que habían desarrollado en algún momento una portentosa cultura (arquitectura, matemáticas, astronomía, agronomía, artes). Una gran cultura que luego cayó y dejó con el tiempo solo recuerdos de la grandeza pasada. Pero lo que no se puede creer es que la gente que descendía de esos grandes científicos y artistas ¡se autoconsideraba tonta! Por ejemplo, siendo de cabello negro, querían pintárselo de amarillo, como aquellos que vivían en el lugar adonde enviaban el etanol. Claro, tiene explicación: esos blancos tenían mucho poder, y la gente de este pequeño país los quería imitar. O, bueno, era una mezcla rara: los envidiaba al tiempo que los odiaba. Y también les temía. En definitiva, eran pocos los que se sentían orgullosos de sus raíces.
Había mucha violencia allí. A veces por una nada se mataban (por una discusión sin sentido en una cantina, por un leve accidente de tránsito). Eso tenía una explicación. En el país, no mucho tiempo atrás, había habido una guerra civil monstruosa. Tantos fueron la matasinga y el odio que se acumularon en ese enfrentamiento que la violencia no bajaba con los años. Había quien decía que eso se mantenía artificialmente porque así la gran mayoría seguía temblando, viviendo con miedo, y así los que mandaban podían mandar más fácilmente. Pero eso no se podía demostrar.
Lo que sí es cierto es que, como había mucha pobreza, aparecían muchos delincuentes. Es decir, era una terrible combinación de falta de recursos e impunidad, lo cual permitía —o estimulaba— que las cosas no fueran muy distintas a como habían sido en la guerra interna.
Algo curioso: dos de las familias que más dinero tenían habían hecho su fortuna vendiendo bebidas embriagantes. Alguien tenía la teoría de que eso era para mantener dormida a la población, anestesiada, embobada. No estoy seguro de ello, pero de lo que sí estoy seguro es de que todo se movía por influencias, por compadrazgos. ¡Hasta un rector universitario y un candidato presidencial tenían sus títulos de doctorado falsos! La corrupción era cosa seria. La gente esperaba milagros para que se compusieran las cosas, pero ¡los milagros nunca llegaban! Bueno, los milagros no existen, claro.