Guatemala, La Bestia

Hay madrugadas en las que lo que me gusta es tomar el auto y salir a dar una vuelta, quizá fumándome un cigarrillo, mientras pongo música que me tranquilice. Me gusta mirar cómo la ciudad cobra una vida distinta por las noches, como si dejáramos que surgiera en ella las cosas que ocultamos.

Comienzo por las avenidas llenas de tráileres, sus monumentales pesos rodando por el asfalto, con las luces naranja sepia que todo lo bañan. Luego sigo por los barrios antiguos del Centro, con su silencio y el misterio rondando por su arquitectura disímil, casi orgánica, tomada por el moho.

Toda suerte de vida convive ahí: los bares con tipos en la puerta decidiendo quién entra, las iglesias, los palacios gubernamentales, los travestis y las cantinas a donde voy a morir cuando necesito hacerlo, entre jukebox y cerveza tibia.

Las gasolineras, llenas de taxis, van quedándose atrás. Los hombres que limpian los anuncios en las paradas de buses, una que otra patrulla y algún motorista borracho. La parte moderna de la ciudad con sus avenidas arboladas, sus monumentos afrancesados que de noche parecen a penas una sombra entre las sombras.

Me gusta llegar al aeropuerto y aparcarme a un lado. Disfruto ver a los aviones yéndose. Me alivia mucho verlos partir. Dejar la ciudad es tentador a veces. Más que dejar la ciudad, dejar la violencia, porque agota.

A veces me pregunto si alguna vez terminará la guerra. Y si termina, qué será de nuestros corazones hechos polvo. A veces quisiera que mi madre me hiciera otro corazón en su vientre amoroso para poder empezar de nuevo.

Huir de la guerra. Conozco gente que ha tenido que mudarse de casa por las extorsiones. Los nuevos desplazados. Conozco todo tipo de crímenes cometidos en esta ciudad. Podría hacer un tour por su desgracia y señalar en las esquinas, quién murió, a quién secuestraron, qué sitio robaron. Puedo hacer eso y mirar la sangre sobre las aceras y no a los niños jugando sobre ellas.

Puedo empezar a contar cómo esta ciudad nos come los sueños. Puedo contar como este país es un grupo de números y coordenadas en un mapa. Una pila de pasaportes que cualquiera podría quemar en cualquier momento. Un cementerio donde ya ni las flores quieren nacer.  Una bestia que aúlla por las noches con las sirenas abiertas de las ambulancias que recogen cadáveres.

Esta semana pude ver cómo una avalancha de comentarios machistas vapuleaban a una muchacha en el Twitter. Pude ver la tribu que somos, llena de odio y de rabia. Tan poco consciente de sí misma. Retrógrada. Cientos de frases de gente que le provoca morbo saber cómo nos reproducimos. Así de básicos. Y cuando pienso en ello, no olvido que quienes tienen acceso a la internet es en su mayoría, gente con formación académica. Bah. Ahí están las élites ilustres. Felicidades.  

Sigo aparcado en el aeropuerto. Son las dos con quince en la mañana y un vuelo de una compañía de encomiendas despega. Esta semana leí algunas de las reformas constitucionales que se proponen. Vaya si es mal momento para plantearlas. La Constitución contiene, idealmente, las premisas de lo que queremos ser. Pero yo me pregunto si acaso tenemos idea de quiénes somos. Si vivir en esta ciudad, en este país, es sortear fronteras insistentemente, desconexiones, como la que hay entre las avenidas arboladas y el centro, como las que hay entre los múltiples idiomas del país, en sus costumbres. Las fronteras entre la abundancia y la carencia.

No he visto que el proyecto esté traducido a las lenguas mayas. No he visto que el proyecto se socialice entre los analfabetas. No va a pasar. Ellos seguirán siendo un país lejano y nosotros los sentiremos ajenos, o más bien yo; como ahora que estoy mirando los aviones ir y venir, fantaseando como largarme en uno. O quizá más lejos. Montarme en un cohete y salir al espacio exterior. Estoy seguro de que estando lejos tendría mucho más cariño por todo, porque lo imaginaría.

Pero sé bien qué pasa conmigo. No podría marcharme, es sólo un pequeño juego del desasosiego. Acá vive mi hijo, acá vive mi madre, mis hermanas, mis amigos, mis afectos. Esa es la idea que tengo de patria. Y pensar en tanto desconsuelo me provoca huir, pero me resisto.

El otro día iba caminando con mi hijo por un parque. Era una mañana soleada. Debajo de un árbol había un columpio. Al lado de su base de hierro, estaba una pequeña caja de madera hecha para lustrar zapatos. El dueño de la caja era un niño que se columpiaba con todas sus ganas, solo, aferrando sus pequeñas manos manchadas con betún a la estructura del columpio, con una sonrisa amplísima, que el sol hacía brillar más.

A veces me doy vergüenza. Queriendo claudicar cuando lo tengo todo, mientras los que no tienen nada resisten con toda su alegría. 

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