Si hablamos, por ejemplo, de la Segunda Guerra Mundial y la situación de los judíos, fácilmente podemos decir que hubo un holocausto y que los nazis fueron culpables. Pero si los hechos, las personas y los intereses se nos acercan, resulta mucho más difícil ponernos de acuerdo.
De tal manera que cuando se habla del intento de invasión a Cuba por el ejército norteamericano la cuestión ya no es tan plana, o cuando se habla de la invasión a Panamá y el derrocamiento de Noriega, o cuando se habla de la muerte y el legado de Chávez. Esto, por lo cercano y por las implicaciones que tomar partido puede tener entre nosotros, divide nuestras opiniones y certezas.
Apenas empiezan a levantarse los vuelos de una discusión que debería tener a todo el país de pie, en vilo, expectante y aportando su apoyo para que haya justicia porque, independientemente del resultado del juicio contra Ríos Montt (todos sabemos cómo se dan las cosas y cómo se resuelven la mayoría de estos casos en nuestro país), por primera vez uno de los protagonistas de nuestra recién pasada historia está siendo juzgado por genocidio. Una palabra casi prohibida, muchas veces negada. Ahora, finalmente pronunciada y puesta sobre la palestra.
Dice el diccionario de la Real Academia Española sobre el genocidio, que este es el: “Exterminio o eliminación sistemática de un grupo social por motivo de raza, de etnia, de religión, de política o de nacionalidad”. Los libros que he leído sobre esa época de terror, la mayoría de autores y estudiosos nacionales y extranjeros que analizan ese período, así lo dicen. Hoy, no sé de qué manera, bajo qué arduas y contrarias condiciones, han logrado reunir las suficientes pruebas y testimonios para que se juzgue a quienes impartieron las órdenes para nuestro propio holocausto. Hoy hay, además, testigos con el suficiente valor para presentarse ante sus victimarios y hablar con voz propia.
Solo este cúmulo de hechos es ya de por sí relevante. ¿Qué fuerzas de las que están moviéndose finalmente triunfarán? ¿La justicia o la impunidad? Solo el tiempo lo dirá.
Mientras pienso en este caso, no dejo de recordar las palabras de Luis Cardoza cuando en su “¿Qué es ser guatemalteco?”, dice: “En mi país de indios matar a un indio no es matar a un hombre”. Y en ese silogismo matar a muchos, tampoco.
Nos pone este juicio de frente ante nosotros mismos, ante nuestro racismo, ante nuestra ideología, ante nuestros intereses de clase, de género, de todo. ¿Qué vamos a defender? ¿Ante quién inclinaremos la balanza de nuestro juicio personal?
Tal vez solo esperemos, como la mayoría de guatemaltecos, que este viento pase sin tocarnos. Tal vez creamos que hacernos a un lado como lo hacemos cuando vemos peligro cerca, evitará que esa realidad dolorosa, terrible y vergonzosa nos toque, y al mismo tiempo, podamos seguir indemnes e indiferentes, pero vivos. ¿Vivos?