Financiamiento electoral privado: piedra angular de la democracia guatemalteca

«Un buen político es aquel que, tras haber sido comprado, sigue siendo comprable» (Winston Churchill).

La democracia guatemalteca nació con un sistema de partidos prácticamente inexistente, producto de las las reglas vigentes. Dichas reglas se pueden explicar sintéticamente en varios aspectos:

  • Requisitos elevados para formar partidos políticos sin considerar adecuadamente un financiamiento público que permita democratizar la formación de opciones políticas representativas, ya que, en la práctica, los que financiaban las asambleas y los costos relativos a la formación de la estructura se convertían en los dueños de los partidos.
  • Reglas mínimas de funcionamiento que concentran la conducción del partido en esos financistas partidarios.
  • Para concretar ese dominio político antidemocrático, la ausencia de un financiamiento público de la actividad electoral que confluye en el mismo punto: la conexión de los dueños de los partidos con las estructuras de poder vigente en Guatemala.

Como consecuencia directa de esta combinación de reglas, desde 1985 hasta la fecha las instituciones del Estado han sido sistemáticamente capturadas por intereses corporativos que han convertido la actividad política en un negocio lucrativo. Como bien dijo el catedrático colombiano Carlos Gaviria: «El que paga para llegar llega para robar».

Esta concentración del poder partidario en quienes financiaban la actividad política se combinó con débiles controles institucionales para transparentar los montos que se invertían y se supiera exactamente quiénes estaban tras los logos y los candidatos a los puestos de elección popular. Ese dato era crucial para entender posteriormente el nombramiento de funcionarios, el otorgamiento de contratos públicos, la aprobación de la legislación y la orientación de las políticas públicas. La sospecha desde siempre era que quien pagaba por la actividad política se beneficiaba posteriormente del ejercicio del poder y generaba así una enorme maquinaria político-electoral que convertía el Estado en una empresa, en la cual se socializan las pérdidas y se privatizan las ganancias. Las investigaciones de la Cicig y el MP de los últimos años han demostrado fehacientemente esta conexión perversa.

Solo hay que ver la virulencia de quienes se oponen al acuerdo TSE-Cicig para darse cuenta de la importancia que este asunto tiene y para que finalmente logremos democratizar la democracia.

Por eso desató una oleada de críticas el anuncio del acuerdo que el Tribunal Supremo Electoral firmó con la Cicig para fortalecer los controles del financiamiento electoral, que también  democratiza el acceso de los partidos políticos a la campaña que se difunde por los medios de comunicación. No es para menos. Se trata de establecer controles que modifiquen la piedra angular sobre la cual se construyó el sistema político actual.

Por supuesto, controlar el financiamiento electoral y democratizar el acceso a los partidos políticos a la posibilidad de hacer campaña electoral en igualdad de condiciones no resuelve el problema de la corrupción ni la captura del Estado, pero abre la oportunidad de que lleguen al poder opciones políticas diferentes, que puedan empezar a sanear la relación dinero-política.

Como bien decía el gran escritor George Orwell: «Cuanto más se desvíe una sociedad de la verdad, más odiará a aquellos que la proclaman». Solo hay que ver la virulencia de quienes se oponen al acuerdo TSE-Cicig para darse cuenta de la importancia que este asunto tiene y para que finalmente logremos democratizar la democracia.

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