Euforia homicida

Señalar a un expresidente por actos de corrupción, nepotismo, terquedad y arrogancia es un ejercicio muy saludable. Pero se hace más interesante cuando el señalamiento proviene de alguien que ha sido marcado como narco.

No se trata solo de corroborar el famoso refrán: «Los patos les disparan a las escopetas». Es una cuestión más compleja. Me explico.

Estoy escribiendo al respecto de Sandra Ávila Beltrán, a quien el Estado mexicano apodó la Reina del Pacífico. Pertenece a ese extracto de la sociedad mexicana denominado la sociedad narca; y en especial, a la histórica sociedad narca mexicana. Nació en Sinaloa, pero creció en Guadalajara en aquellos años en que los sinaloenses emigraron —junto con sus capitales ilícitos— a la segunda ciudad más grande de México porque esta se hizo muy tolerante al crimen. Ávila Beltrán está emparentada con narcotraficantes mexicanos históricos de la talla de Félix Gallardo, José Quintero Payán y Rafael Caro Quintero, prácticamente la generación de narcos que comenzó a arrancarles el negocio a los colombianos. 

Y ese fue, entre otros, su gran pecado: pertenecer a un medio asociado a un delito grave y tener amistades en este. Ávila Beltrán pagó el precio de los excesos de la administración calderonista, en la que todo lo que olía, parecía, actuaba como o simbólicamente se asemejaba al prototipo del narco estaba condenado a desaparecer de la esfera pública. Ávila Beltrán tuvo la fortuna de que al ser figura pública pudo contar su historia. Porque el corrupto sistema mexicano de justicia cometió los tradicionales errores de plantar evidencia, falsificar testimonios e inventar testigos. Fue por eso que obtuvo su libertad luego de una revisión del proceso, al igual que la ciudadana francesa Florence Cassez, cuya detención, dicho sea de paso, fue un montaje diseñado para la televisión. 

Resulta entonces que la exestructura de seguridad y justicia calderonista fue muy proclive a producir resultados para justificar la ayuda económica recibida por parte de Estados Unidos. Debía detener cómo fuera posible y por la vía que fuese a grandes capos y grandes delincuentes. Y eso significó inventar todo tipo de pruebas. Y si no se podían inventar, pues los desaparecían. 

La política de seguridad calderonista articuló la lógica de la higiene pública para eliminar, de forma completa, a un enemigo que representaba la peste negra, la tuberculosis o la masturbación (ya que hablamos de la higiene pública). «Calderón fue un presidente que se sintió superior a la ley». Así lo ha expresado Sandra Ávila Beltrán. Y tiene razón.

Pero eso no es lo peor. Lo peor, y lo grave, es que un presidente que se sintió superior a la ley haya disfrutado tanto de una euforia homicida. Encerrado en el gabinete presidencial, encerrado en su cerco de protección del Estado Mayor Presidencial, el extitular del Ejecutivo mexicano llegó a sentir el extraño placer que solo sienten aquellos que han experimentado la sensación de matar. Lo normal es que el denominado sistema de neuronas espejo en el cerebro haga que el dolor que se percibe en los demás se haga también nuestro. Pero hay momentos concretos en que lo anterior no sucede. Ya por el instinto de supervivencia, ya por los estímulos del ambiente, es posible que se liberen endorfinas en momentos muy graves de la existencia personal y que refuercen comportamientos violentos. La neurociencia parece apoyar dicha perspectiva y, de ese modo, explicar el funcionamiento tan complejo del cerebro homicida.

Lo que haya sucedido con el pequeñito hombre de Los Pinos (para diferenciarlo del actual pequeño hombre de Los Pinos) es un caso de estudio muy interesante. Es importante comprender cómo fue posible que, en un contexto donde históricamente lo militar había sido dócil al poder civil, un presidente conservador llegase a articular una lógica militarista que incluso ha sustentado la violación de las prescripciones constitucionales respecto al rol que los militares pueden jugar en el espacio público mexicano. Y, al mismo tiempo, por qué no fue capaz de detenerse cuando toda la evidencia mostraba que la estrategia había sido la incorrecta. La sed de poder, la sed de sangre y quizá el placer cuasi erótico de sentirse hombre guerrero y presidente de guerra frente al mundo hayan sido una droga imposible de controlar.

Lo anterior no debe ser excusa para no hacer justicia por los gravísimos casos de violaciones de derechos humanos acontecidos en México durante el sexenio anterior. Algo está mal, muy mal, en la estructura política mexicana cuando nos damos cuenta de que la simbología de poder remite a la fosa clandestina como instrumento de pacificación del espacio público. 

Y lo que es literalmente intolerable: que en la mayoría de esas fosas lo que hay son estudiantes cuyos rasgos no son los del narco.

Sino los del pobre.

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