Guatemala no es pobre: ¡tiene una población empobrecida!, lo cual no es lo mismo.
De hecho, la economía del país, en términos macros, no va mal. Representa el mayor producto interno bruto de la región centroamericana y es la décima nación en volumen de riqueza de Latinoamérica (su PBI es mayor que el de Bolivia o el de Paraguay, por ejemplo). La oligarquía guatemalteca viene teniendo un crecimiento sostenido, desde hace largos años, a razón de un 2 o 3 % interanual, dedicada en muy buena medida al negocio de la agroexportación (caña de azúcar y biocombustibles), solo interrumpido muy puntualmente por la crisis global del 2008.
Pero la población de a pie no ve los frutos de ese crecimiento, de esa supuesta estabilidad macroeconómica (con inflación controlada y un dólar estable). Por el contrario, más allá de lo que quiera presentarse de manera maquillada en el informe de gobierno recientemente aparecido, el 60 % de la gente está bajo el límite de la pobreza (dos dólares diarios de ingreso, según los patrones de Naciones Unidas).
En otros términos, hay riqueza, sin dudas. Y mucha. Pero muy desigualmente distribuida. De hecho, el salario básico no llega ni a la mitad de la canasta básica. Y más de la mitad de la población trabajadora (rural y urbana, sin contar las amas de casa, ¡que nunca cobran salario!) ni siquiera a ese ingreso llega. Es decir, el clima general es de pobreza generalizada, sin miras de mejora en el corto y mediano plazo. La economía doméstica, la de cada casa pobre de esa gran mayoría de pobres que habita el país, se mantiene en muy buena medida por las remesas que llegan de Estados Unidos (alrededor del 12 % del PIB).
¿Y dónde está el Estado? Manteniendo las cosas así para que no cambien.
Se suele decir —y esa pareciera la consigna a partir de esa supuesta cruzada contra la corrupción que empezara en el 2015— que es la corrupción la causa de todas las penurias de la población. Es fácil presentar así las cosas. Y es tentador creérselo. Salud, educación, vivienda, infraestructura básica y seguridad ciudadana serían agendas pendientes, mal financiadas, precarias, siempre carentes, «por culpa de funcionarios públicos corruptos que se roban todo». El manejo vicioso del Estado, en esa visión, sería el problema de fondo.
Pero la realidad es muy otra. La corrupción existe, sin dudas. Quizá, tal como dijera el presidente Jimmy Morales (dicho seguramente sin buscar un análisis pormenorizado del fenómeno), «en Guatemala es normal» en tanto es parte de la cultura histórica. Pero eso, por un lado, tiene historia (nadie nace con el gen de la corrupción). Por otro, no explica el estado calamitoso del país (desnutrición crónica de las más altas del mundo, analfabetismo de un cuarto de la población, un tercio de los habitantes con serios problemas de acceso al agua potable y al fluido eléctrico, enorme cantidad de gente adulta sin trabajo o con trabajos precarios, machismo intolerable, racismo deleznable —para ofender a alguien se le dice indio en una sociedad donde más de la mitad de los habitantes son indígenas—).
Es cierto que es práctica absolutamente común por parte de muchos funcionarios de alto nivel robar del erario público. Pero no está allí la causa del problema. ¡Está en la asimétrica división de la riqueza nacional!: algunos tienen muchísimo y la gran mayoría no tiene nada.
Por otro lado, el Estado —que supuestamente debería funcionar como árbitro de la sociedad y garantizar bienestar para todos por igual— 1) beneficia básicamente a la clase dominante (¿a quién reprime la Policía o el Ejército: a los que manifiestan o a las patronales?) y 2) es raquítico, ya que casi no tiene fondos recaudados a través de los impuestos.
Guatemala es el segundo país en carga tributaria en Latinoamérica (10.02 % del PIB), cuando la media de la región ronda el 20 % (y en algunos países la recaudación impositiva es del 60 % de la riqueza nacional —¡por eso esos Estados funcionan!—). Dicho claramente, los que deberían pagar más impuestos ¡no los pagan! Esos grupos son los que lograron la destitución del titular de la SAT, Solórzano Foppa.
Pasaron ya diez presidentes desde el retorno de la democracia y todo sigue igual: el Estado no tiene recursos para brindar servicios, y la riqueza nacional queda en poquísimas manos. ¡Ese es el problema! La corrupción es un complemento molesto.