La independencia de poderes es un requisito esencial para la democracia.
Esta no puede concebirse sin eso que se conoce como límites al poder. Así lo deja claro la Corte de Constitucionalidad (CC) en una sentencia del 19 de mayo de 1992. En ella la CC destaca que un elemento vital «del Estado de derecho es la división o separación de poderes, en el que se le atribuye primordialmente al Organismo Legislativo la función de crear leyes; al Organismo Judicial, la de aplicarlas y declarar los derechos en los casos controvertidos que se sometan a su conocimiento, y al Organismo Ejecutivo, la facultad de gobernar y administrar». La CC añade que «la división de poderes es la columna vertebral del esquema político republicano y es, además, el rasgo que mejor define al gobierno constitucional, cuya característica fundamental es la de ser un gobierno de poderes limitados».
Una teoría y afirmación jurídica que ha sido ignorada y violentada de forma contumaz por dos poderes claramente identificados: el legislativo y el judicial. Estos, en conjunto con un ejecutivo que guarda silencio y se colude con la bancada oficial, han concretado un golpe de Estado técnico, el cual estuvo dirigido contra la CC mediante la designación ilegal por la Corte Suprema de Justicia (CSJ) de Roberto Molina Barreto como magistrado titular y de Jorge Rolando Rosales Mirón, así como mediante la juramentación apresurada de ambos por parte del Congreso.
El Organismo Legislativo ha retrasado por más de un año la designación de las magistraturas de la CSJ y de las salas de apelaciones. Y atrasó por más de cuatro horas el inicio de la sesión convocada para el martes 10 a fin de dar tiempo a que la CSJ consumara la perversa designación de Molina Barreto y de Rosales Mirón para juramentarlos y así pretender que se completara el proceso de designación.
La democracia de Guatemala en los momentos actuales es un mero acto formal. Las mismas autoridades, responsables de garantizar el Estado de derecho, lo han violentado.
A los designados y juramentados a la carrera se pretende incorporarlos por medio de un proceso viciado desde la misma CSJ, que ignoró conocer objeciones sustentadas contra la designación de Molina Barreto. Dicha corte violó el principio de igualdad al imponer plazos incumplibles para la presentación de candidaturas y luego obviar los procesos internos acordados para la elección. Es decir, corrieron para avanzar en sus ilegalidades. Pero además tanto Molina Barreto como Rosales Mirón carecen de idoneidad. En el caso del primero, hay objeciones presentadas no solo por su inhabilitada imparcialidad en aspectos de política partidista, sino también por acciones ilegales que incluirían prevaricato en sus resoluciones, pues prevaricó al resolver contra derecho en el caso por genocidio contra Efraín Ríos Montt, de cuya hija fue candidato vicepresidencial en la elección pasada. En tanto, en el caso de Rosales Mirón, existe un resumen muy claro de sus acciones ilegales como abogado en Antigua Guatemala.
Si las circunstancias de la pandemia del covid-19 y los efectos que la inequidad imponen ante fenómenos naturales como la tormenta Eta obligan a decretar estado de calamidad, la acción coludida de las autoridades al frente de los poderes del Estado nos conduce al Estado de ilegalidad. La democracia de Guatemala en los momentos actuales es un mero acto formal. Las mismas autoridades, responsables de garantizar el Estado de derecho, lo han violentado. Son golpistas por naturaleza, tolerados por los eternos financistas de la política de la corrupción y apoyados por los corifeos de la impunidad.
Mientras la población civil y organizada se coordina para salir de la crisis por las secuelas de Eta, el Gobierno central, el Congreso y la CSJ conspiran contra el Estado de derecho y dan golpe de Estado técnico. De esa cuenta, el Ejecutivo que preside Alejandro Giammattei, los 120 diputados presididos por Allan Rodríguez y la CSJ con Silvia Valdez al frente son los rostros de la ilegalidad y del rompimiento del Estado de derecho.
Ante la arbitrariedad de las cabezas principales de los poderes del Estado, es tiempo ya de que la ciudadanía ejerza a plenitud el artículo 45 de la Constitución Política, el cual plantea que «es legítima la resistencia del pueblo para la protección y defensa de los derechos y garantías consignados en la Constitución».