Estado de derecho, ¿al servicio de quién?

En mi columna de la semana pasada sobre la crítica a la defensa de la Constitución y al Estado de derecho, me referí a los acontecimientos recientes en el Valle del Polochic, cuestionando el funcionamiento del Estado de derecho.

Una comentarista en el blog sostuvo que la “invasión de fincas” es un delito, que mi comentario era más ideológico que otra cosa y que si nos encontramos en pañales constitucionales, podía causar confusión a la gente que me lee y no conoce la ley.

En primer lugar, quisiera aclarar que la columna no hizo alusión alguna a la “invasión de fincas” en general. Acudo precisamente a un ejemplo en particular porque creo que los argumentos se construyen a partir de situaciones concretas ubicadas en sus contextos, para dar un sentido histórico a la realidad. Y por eso hablo de un caso conocido por su falta de certeza jurídica, por la divergencia de versiones y el evidente desinterés en clarificarlo; un caso que arrastra tensiones históricas entre terratenientes y comunitarios, y que es conocido por el uso privilegiado de los aparatos represivos del Estado en favor de los “propietarios de la tierra”, lo que ha legitimado el uso de la violencia en contra de los “usurpadores”. Un caso, además, olvidado en el seguimiento por parte del sistema de justicia e insuficientemente cubierto por la prensa nacional.

En segundo lugar, por aquello de que “la ley es la ley” quisiera abonar a lo anterior deteniendo la mirada en la manera que el derecho ha abordado estos añejos conflictos en Guatemala:

El Valle del Polochic ha sido habitado por población q’eqchi’ y poqomchi’ y tiene una historia particular que, para llegar a nuestros días, pasa por las transformaciones coloniales, por la reforma liberal de finales del siglo XIX y por el acceso a la tierra por ciudadanos alemanes para cultivar café.  La segunda mitad del siglo XIX es clave para interpretar lo que sucede hoy, porque es entonces cuando inicia la adjudicación de tierras de la zona a agricultores alemanes. El decreto 170 o de Redención de Censos (1877) propició la venta de tierras comunales en subasta pública, permitiendo la expropiación de las tierras indígenas en favor de los alemanes. Durante la reforma agraria impulsada por Jacobo Arbenz (Decreto 900) fueron adjudicadas de vuelta 2,300 hectáreas de tierra a las comunidades de la zona, que son nuevamente expropiadas en 1954.  En 1964 varias comunidades asentadas en la orilla del río Polochic reclaman títulos de propiedad al (creado para tales fines en 1962) Instituto Nacional de Transformación Agraria (INTA). Sin embargo, las tierras fueron adjudicadas al alcalde Flavio Monzón. La década de los 70 transcurre en medio de reclamos de las comunidades por la titulación de sus tierras y termina en 1978 con la masacre de Panzós.

Más adelante, los acuerdos de paz previeron medidas como la creación del Fondo de Tierras y el Registro de Información Catastral, que no han resuelto el fondo del problema y más bien se han visto estancadas entre la falta de claridad en ciertas definiciones conceptuales, traslapes entre fincas, problemas de medición, pugnas de interés entre finqueros, empresas y comunidades, etc. Finalmente, lo que trae el viejo conflicto del Valle del Polochic a la atención pública hoy, son los recientes desalojos violentos del mes de marzo a partir de la pugna con el ingenio Chabil Utzaj, que generaron una investigación cuyas pesquisas ahora se han visto truncadas por la desaparición de los registros de la propiedad en el Valle, de 2005 para atrás.

El derecho no debería escapar a esa historia. A partir de la letra muerta de la ley es muy sencillo hacer juicios simplistas sobre las ocupaciones de tierras. Pero desde el lente de las condicionantes históricas, desde la óptica de los derechos y de los argumentos, es imposible. A partir de ahí no es tan simple determinar quién usurpa a quién. Y si el Derecho está llamado, precisamente, a mediar en este tipo de conflictos ¿Cómo se supone que debería asumirlos en el marco de un Estado fundado en la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley? ¿A trancazo limpio o procurando las condiciones para la impartición de justicia? ¿Cuántos abogados, cuántos operadores de justicia, cuantos estudiantes de derecho tienen nociones sobre derecho agrario para enfrentarse a estos conflictos? ¿Cuántos han aprendido a ponderar el valor de la tierra, no solo como propiedad privada, sino como medio para la vida y como territorio, como bien de importancia colectiva? No creo que sea una casualidad o producto del despiste que exista ese vacío en la mayor parte de escuelas de derecho en este país, ni creo que sea casualidad que se nos haya enseñado más bien que la ley es la ley, que la propiedad es un derecho estrictamente individual, y que su defensa es tan importante como la de la vida y la libertad. Luego, esas formulaciones generales y abstractas son peligrosas si no se aterrizan en el análisis de problemas concretos.

Los violentos desalojos en el Polochic tuvieron lugar desde marzo y han dejado muertos, heridos y crisis alimentaria. A falta de respuestas por el Estado, desde el 20 de junio la Comisión Interamericana de Derechos Humanos dictó medidas cautelares que (sin pronunciarse sobre los derechos sobre la tierra) buscan garantizar la alimentación, el albergue, la vida e integridad de las personas allá en el valle. Si las medidas fijaron un plazo de 15 días para que el Estado informara sobre los avances, ¿dónde está el Estado para cumplirlas, luego de dos meses de silencio? Y en cambio, ¿dónde estaba el Estado para cumplir una orden de desalojo que fue emitida la primera semana de febrero y cumplida en la primera quincena de marzo, en un eficiente plazo de un mes? ¿Así de cumplidor es nuestro sistema de justicia siempre? ¿Así de eficiente es con todos nosotros? ¿A eso llamamos Estado de derecho? ¿A eso llamamos igualdad ante la ley?

En tercer lugar, comparto esa idea de que estamos en “pañales constitucionales”, pero ignoro si por las mismas razones. Para mí, estar en pañales constitucionales significa vivir aún en ese apego obsesivo a la interpretación de las leyes al pie de la letra, ahistóricamente, sin considerar la complejidad social en la que el derecho se sitúa, ni los intereses a los cuales sirve. Estar en pañales constitucionales significa no tener la capacidad de hacer ejercicios de ponderación entre derechos constitucionales de ciudadanos iguales ante la ley, sino permitir que grupos con poder de facto presionen para que el sistema de justicia actúe a su servicio. Conozco las posturas que se decantan por interpretaciones literales de la ley y por eso tomo una distancia crítica de ellas. Han mostrado su ineficacia, están en crisis precisamente por su desapego de la historia, la realidad y la complejidad social y no creo que contribuyan para nada a enfrentar la conflictividad agraria en este país tan lleno de matices. Cada caso es una historia y en su complejidad debería leerse, interpretarse, aclararse y resolverse.

Si se supone que somos iguales ante la ley y vivimos en un Estado de derecho, ¿por qué estos conflictos terminan siempre resueltos a trancazos? ¿Por qué reducir la interpretación constitucional a la protección de la propiedad privada sin considerar otros derechos como la vida y la alimentación? ¿Por qué suponer que el derecho es solo letra muerta, cuando integra un sistema dinámico de normas, principios y argumentos?

Como el derecho no es solamente un conjunto de normas frías sin pasado, sin sujetos de derechos y sin realidad social, creo que adecuar sus contenidos y su funcionamiento a la realidad (y no al revés) y apoyarse en lecturas de los problemas sociales que incorporen otras disciplinas y otros sujetos podría ser una ruta para intentar aportar a la solución de esta compleja conflictividad que tenemos. Pero las cosas andan mal y el derecho no está dando ninguna respuesta. Por eso digo: el día que en Guatemala funcione el sistema de justicia y podamos hablar de Estado de derecho, no de esto que tenemos ahora. 

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