En programas televisivos, nacionales y extranjeros, al igual que en redes sociales, en programas en vivo, en series, en foros, en eventos, etcétera, el predominio de la blancura racista es evidente y apabullante tanto en las imágenes como en las narrativas.
Los pueblos originarios y afrodescendientes solo aparecen en programas cómicos o folclóricos bailando y adornados con objetos rudimentarios, de modo que son motivo de burla por sus formas de vida, de pensamiento y de cultura.
Presentadores de televisión, protagonistas de historias heroicas, figuras artísticas populares, la mayoría presumen y actúan según la jerarquía pigmentocrática del colonialismo. Al margen, las marimbas y los artistas indígenas y afrodescendientes. Ello, pese a que la mayor parte de los logros nacionales son producto del esfuerzo individual de gente humilde, no blanca, como Érick Barrondo.
La mayoría de los foros y de las investigaciones académicas se nutren de personas ajenas a los pueblos, que enfocan de mil maneras la forma de vida y el pensamiento de las culturas ancestrales desde instrumentos teóricos y prácticos preñados de eurocentrismo.
En el sistema educativo, los materiales utilizan imágenes y contenidos alejados de la vida real de pobres e indígenas. Los concursos de belleza califican estatura y blancura, con lo cual marcan su distancia de las veladas típicas de las representativas indígenas, que se han interiorizado como expresión de identidad y de cultura: un aspecto real pero muy limitado. La cosmovisión de los pueblos va más allá de espectáculos remedos de certámenes de belleza occidental.
Hace poco, la ganadora de un certamen internacional de estatura y de belleza fue ampliamente homenajeada en esta realidad donde el promedio de altura de las mujeres guatemaltecas oscila entre 1.55 y 1.6 metros y donde la gran mayoría son de tez morena. Sin embargo, se admira y valora lo ajeno, lo que no se ajusta a nuestras características y patrones sociales de vida. El peso de los imaginarios sociales colonizadores es tanto que unas autoridades indígenas municipales la homenajearon y se fotografiaron a la par de ella, con lo cual se hizo visible la gran diferencia de estatura entre ambos. Los triunfos de mujeres indígenas, como el caso reciente de Sara Curruchich, son ignorados por las autoridades y por muchos medios.
No es que la blancura racial sea mala o que se rechace, salvo cuando se erige imaginariamente como superior y como referente universal que todos deben valorar y seguir, es decir, cuando es símbolo de dominación, de explotación y del dudoso prestigio de una élite.
Los triunfos de mujeres indígenas, como el caso reciente de Sara Curruchich, son ignorados por las autoridades y por muchos medios.
«Históricamente, las prácticas prevalecientes de adquisición de prestigio varían desde el simple robo a la adquisición de mano de obra, a la ganancia monetaria a través de la especulación y las dinámicas de acumulación por desposesión. En América Latina, el conquistador, a menudo un noble empobrecido (hidalgo), puede fácilmente ser identificado con el prototipo de prestigioso guerrero. La hazaña heroica es, en última instancia, asociada con la usurpación y el robo» [1].
Los rostros de las altas autoridades del Estado (Gobierno, Congreso, Corte Suprema de Justicia, Corte de Constitucionalidad, Consejo Superior Universitario, altos mandos del Ejército) y del sector privado (Cacif, Cámara del Agro y dirigencias de las universidades privadas y religiosas) o son todos blancos o aspiran a serlo en su actuación institucional o gremial, en su modo de vida, en su falso prestigio y, en el caso de muchos, en su actitud racista y machista.
Los indígenas, los afrodescendientes y los ladino-mestizos de la clase media nutren los escalones más bajos de la sociedad. Son burócratas de tercera línea, vendedores informales, guardias de seguridad, soldados, personal de campo, campesinos pobres, migrantes internos y externos, desempleados, autoridades ancestrales, afiliados políticos (no dirigentes), membresías contribuyentes del diezmo y de la limosna en el campo religioso, etc.
Resumiendo, hay un enclave dominante, uno de castas de origen colonial: aristocrático, invasor, matriz de imaginarios sociales y de desigualdades de la cual dependen, en relación de subordinación política, social y económica, invisibilizados, otros minienclaves que determinan la complejidad de las relaciones de poder en todos los niveles y espacios de la estructura social colonizada.
Juan Luis Pintos apunta: «El poder ya no es el constitutivo propio de la política. El orden de la sociedad no se construye por la subordinación de una parte de la sociedad a otra según el modelo de dominación, sino por la definición de realidades que pueden ser reconocidas como tales por los implicados. El mecanismo básico de construcción de esas realidades son los imaginarios sociales».
En el próximo artículo abordaremos la importancia de construir desde abajo imaginarios sociales para la descolonización.
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[1] Kaltmeier, Olaf. Refeudalización: desigualdad social, economía y cultura política en América Latina en el siglo XXI. Costa Rica: UCR.