Empiezo mi recorrido casi desde el Portal del Comercio. Recuerdo cómo, hace unos cuantos años, las ventas informales inundaban las aceras y por qué no reconocerlo, las extraño. En estos últimos años solo he ido un par de veces al mercado donde ahora están situadas y, aunque el lugar está bien, no compré nada. Quizás antes tampoco lo hice, no lo recuerdo, pero para mí, mujer de costumbres arraigadas, estas ventas informales “perdieron su encanto”.
Paso frente a algunas zapaterías y las empleadas gritan a todo pulmón que pase a ver los zapatos “sin ningún compromiso”. Me pregunto si el estar realizando estos anuncios forma parte de sus atribuciones como vendedoras, si tal vez les pagan por comisión y si su salario llega al mínimo.
En casi cada calle hay algún espectáculo y personas alrededor que observan. Me alegra comprobar que, en medio de tantas limitaciones, violencia, inseguridad, falta de recursos económicos y de todo tipo, los guatemaltecos todavía tenemos capacidad de asombro y de reírnos de nosotros mismos, de los chistes de payasos ambulantes, de los juegos malabáricos con naipes de algún aprendiz de mago.
Están las estatuas vivientes todas de gris que detienen a su paso a algunos nuevos visitantes. Porque quienes atraviesan las calles cotidianamente, lo hacen ya casi sin mirar a su alrededor, pasan de largo, apresurados, deseosos de llegar a alguna parte. El resto, de los que formo parte, miramos cada uno de los espectáculos como si fuera la primera y quién sabe, la única vez, pues visitar el centro de la ciudad todavía es considerado un riesgo para muchos chapines que sé, ni siquiera lo conocen.
También están las esculturas de latón, los árboles y las bancas donde como yo, muchos otros nos sentamos a degustar, quizá, algún helado, a hablar por celular, o simplemente a descansar un rato. Sigo mi recorrido y de pronto veo un mar de gente que camina de sur a norte. Es bonita la sensación que tengo en este atardecer de lunes, en medio de los rostros de la verdadera Guatemala.
En la Sexta convergemos quienes formamos parte de este país y nos unimos por unos momentos sin ningún tipo de división entre nosotros. Las calles son nuestras y las transitamos con alegría como si este recorrido de unas cuantas cuadras ayudara a que recuperemos la confianza, a que creamos que las cosas en verdad pueden ser no solo diferentes, sino mejores.
Hay unos cuantos Cafés y restaurantes decorados con buen gusto. Algunas ventas de comida rápida, supermercados, 9.99s, ventas de ropa, y ya, hacia la 18 calle, una especie de popularización de la avenida. Es decir, los negocios se ven menos cuidados y no tan ordenados como al principio. Es en estas calles, sin embargo, donde convive lo más genuino del ser chapín. Andan por allí desde mendigos, algunos ebrios, pero sobre todo, trabajadores que vienen o van a sus casas luego de una ardua jornada laboral. De vez en cuando algún turista, madres con sus hijos, familias completas.
Llego a la 18 Calle, doy media vuelta y me encamino hacia mi punto de partida. No he sentido el recorrido. Me detengo frente al antiguo edificio de la Policía, y que hoy funciona como Ministerio de Gobernación. Son más de las seis de la tarde y la luz refleja unos bellos tonos lilas sobre la cúpula de la iglesia vecina. Saco el celular y tomo una fotografía. Se ve todo tan hermoso que me siento orgullosa de ser guatemalteca, una sensación a veces no tan cotidiana, especialmente si mi atención está centrada en los problemas de violencia, corrupción, tráfico de influencias, etcétera, que vivimos a diario.
Me encanta la Sexta.