En este mundo ancho y ajeno

Estoy buscando gente que viva en la calle donde ocurrió un accidente el martes. Iban como veinte migrantes dentro de una van diseñada para 7 pasajeros, iban a toda velocidad huyendo de la border patrol, iban en un carruaje la muerte manejado por un chavito de 15 años.

Al final, cuando se asentó el polvo y solo se sentía el calor en la noche texana había nueve muertos y seis heridos regados en el pavimento del carril de acceso a una autopista. Y aquí estoy yo, a miles de kilómetros de distancia de McAllen, tratando de encontrar un testigo ocular del choque, alguien que me pueda contar por teléfono todo el horror de la tragedia.

No es tan complicado. Hoy, con la internet, puede uno buscar un mapa, ubicar el lugar que uno quiere, sacar una foto de satélite y pedirle a la computadora que despliegue los números de teléfono de las casas en 100, 200 metros a la redonda de donde pasó el accidente.

Aparecen nombres, números de teléfono, direcciones, edades… aparecen las vidas de estas personas y ya uno va sabiendo qué esperar cuando llama a un número.

Lo primero que hay que esperar es que no contesten, la gente nunca contesta en este país. Es un país de máquinas que hacen llamadas automáticas para vender máquinas o servicios prestados por otras máquinas y dejan mensajes en máquinas contestadoras que rara vez son escuchados porque sus dueños llegan a casa tan cansados que lo único que quieren es calentar una pizza congelada y quedarse dormidos frente al televisor.

No dejo mensajes, para qué. Si yo lo quiero esto para ahora, como siempre.

Uno sabe más o menos quién irá a contestar, se sabe por el tamaño de las casas, por los nombres, por las fotos de satélite. A veces hay sorpresas. Pero tan cerca de la frontera con México, lo más seguro es que las conversaciones sean en español.

Al final, con toda la tecnología y todo, no consigo nadie que me hable de los muertos, los heridos y los helicópteros rompiendo el silencio de la noche de Palmview.

Me encuentro, sin embargo, con Eloy. Eloy O. Aguilar, de quien siempre pensamos que disfrutaba la ambiguedad de llamarse Eloy O. Fue quien me contrató. Fue mi jefe durante los primeros años en AP, fue jefe supremo de la AP del Río Bravo para abajo durante décadas -jefe pluma blanca, le decían algunos corresponsales centroamericanos.

Le aparecen varias direcciones en Palmview y otras más en McAllen, a unos 15 kilómetros, y un chorro por todo Texas. Don Eloy decía que cuando niño, esto por allá en los años 40 del siglo pasado, no había frontera. O más bien, la frontera era apenas una idea pero las comunidades estaban tan conectadas que solo el río las separaba.

Don Eloy murió hace un tiempo. Y desde que encontré sus direcciones en internet no dejo de pensar en él. De alguna forma, él despertó esa curiosidad por trabajar fuera de mi país, por trabajar en Tejas, en esa tierra casi mágica e inasequible.

Ahora, diez años después de haberlo escuchado sus historias sobre Tejas por primera vez, me hallo en Tejas. Y la tierra resulta menos inasequible menos mágica que las historias de Eloy.

No sé si las cosas han cambiado en esta tierra, que soy menos optimista que Don Eloy o que los periodistas siempre que contamos las cosas las revestimos de una magia que quizá no tienen del todo.

O talvez no. Los cactos han comenzado a florecer, tras unas brevísimas lluvias la semana pasada y se puede ver cómo el desierto cobra vida por un instante.

Puede que sea que viviendo dentro, las cosas dejan de parecer maravillosas, se vuelven más vulgares. Quizá sea eso.

Porque bien visto, hay cosas que no dejan de sorprender. Como un sembrador de alfalfa y algodón que no deja sus campos, a pesar de estar atravesando la peor sequía de décadas. Dice que es posible que quiebre, que tenga que vender sus tierras pero no va a despedir a sus empleados. “Tienen 30, 40 años de estar conmigo, son como mi familia”, dice.

Como el desierto, cuyos cactos se cubren de flores con apenas una o dos lluvias. O las tormentas de polvo, que cada dos semanas se las ingenian para meter dos libras de tierra a través de las rendijas de mi casa y cubrirlo todo con una gruesa película de arena del desierto.

Cosas que no dejan de sorprender, como qué tan jodidas tienen que estar las cosas en otros lugares para que este este país que cada día está peor aún sea imán para los migrantes, documentados e indocumentados, los que llegamos con una de las odiadas visas de trabajo y los que se meten por donde la frontera permite para ir a morir frente en la autopista.

Que tan jodidas tienen que estar las cosas para que la decisión de irse, de dejarlo todo y aventurarse a hacer vida en este mundo que es ancho sea atractiva. Porque es cierto, el mundo es ancho. Pero, para quienes vivimos lejos de los seres a quienes queremos, siempre va a ser ajeno.

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