Los datos disponibles y la evidencia acumulada parece confirmar que América Latina es una región que tiene una herencia rica y diversa, así como un inmenso recurso cultural, económico y social. No es casualidad, por ejemplo, que de este subcontinente hayan salido tantas y tan buenos exponentes del arte, la cultura, la religión y el deporte que han hecho historia: el último de ellos, el Papá Francisco, que ha dado mucho de qué hablar desde que llegó al Vaticano, la sede central del poder de la Iglesia Católica. Pese a ese inmenso potencial, la región es también considerada una de las más desiguales del mundo, lo confirma el Informe sobre Desigualdad Mundial, en donde se confirma que la inequidad en la región exhibe números alarmantes, ya que «el 10 % superior en América Latina capta el 77 % de la riqueza total de los hogares, frente al 22 % del 40 % medio y el 1 % del 50 % inferior» (Reporte sobre desigualdad Mundial 2022).
Por diferentes razones, he conocido la realidad de diversos países de esta bendecida, pero injusta región: nací en Guatemala, donde he realizado la mayor parte de mis análisis; en mi época de estudios me adentré parcialmente en la compleja y muy discutida realidad mexicana, mientras que me he acercado a la realidad del resto de países centroamericanos por diversas actividades docentes y laborales que he realizado a lo largo de mi trayectoria profesional, con especial énfasis en la situación hondureña, que tiene tantos paralelismos con Guatemala. Muy recientemente, he empezado a conocer la realidad peruana, gracias a una gira de trabajo que recién acabo de concluir. La percepción de los analistas en todos estos países confirma el dato: la brecha entre ricos y pobres es abismal, con el agravante que el sistema político e institucional se convierte en el guardián privilegiado para mantener y ampliar esa inequidad.
El camino privilegiado para mantener esta extendida captura de la acción del Estado es, lamentablemente, la vía electoral: gracias a las deficiencias de los sistemas electoral y de partidos políticos, las autoridades electas de forma periódica tienen más interés en desarrollar políticas y acciones que mantienen y profundizan esta marcada desigualdad. Los economistas Acemoglu y Robinson mostraron el mecanismo que permite esta captura: la extrema riqueza de los actores –lo que los autores llaman instituciones económicas extractivas– garantizan los recursos necesarios para capturar a los actores políticos, lo que hace que el sistema trabaje para mantener y garantizar esta enorme desigualdad –las instituciones políticas extractivas–. Una vez consumada la cooptación de los puestos clave, la acción del estado se ve capturada por estos intereses perversos, por lo que la acción del Estado profundiza cotidianamente la desigualdad.
Aprender la lógica perversa del sistema, por lo tanto, es un primer desafío para todos los latinoamericanos que aún soñamos con un cambio
La forma particular en la que ocurre esta captura es muy diversa, pero mantiene un mismo patrón: primero, se anula paulatinamente el sistema de pesos y contrapesos, por lo que en primera instancia, se elimina la división de poderes: el poder legislativo produce leyes injustas, el poder judicial dicta sanciones que favorecen una amplia impunidad de los actores privilegiados, además de que elimina sistemáticamente a los opositores gracias a la acción penal y legal del Estado, mientras que el ejecutivo diseña políticas públicas que trabajan activamente para privatizar las ganancias y socializar las pérdidas. El sistema está diseñado para fallar de forma discrecional: funciona perfectamente para esta sistemática captura, por lo que protege los intereses económicos dominantes, pero deja en el total abandono al resto de la población, que sabe que no puede ni debe confiar en la acción del Estado.
Lamentablemente, el sistema está diseñado para perpetuarse: cualquier intento de cambiar el sistema desde adentro, por la vía electoral, tiene el gran problema que se enfrenta a una maquinaria legal-institucional formidable que termina cooptando cualquier intento de cambio, debido a que el apoyo que necesitaría para nivelar la lucha no aparece, debido a que la sociedad civil tiene amplios motivos para desconfiar de los que prometen un cambio. Tarde o temprano, tal lucha desigual termina con la claudicación de cualquier intento de cambio, tal como parece haber ocurrido en el Perú de Pedro Castillo, en la Nicaragua de Daniel Ortega, o en Brasil de Lula da Silva.
Aprender la lógica perversa del sistema, por lo tanto, es un primer desafío para todos los latinoamericanos que aún soñamos con un cambio. De lo contrario, cada intento de transformación solamente fortalece y profundiza este modelo desigual que se ha construido durante más de dos siglos en América Latina.