Finalizaba el mes de marzo de 1969 cuando tuve un especial interés por conocer el concepto y la definición de la palabra cardenal. En esos días, el papa Pablo VI había proclamado como purpurado al arzobispo de Guatemala, Mario Casariego.
Para entonces, el influjo del Concilio Vaticano II había provocado en la diócesis de Verapaz una estampida de los feligreses hacia otras religiones. Dejar de lado las misas en latín (que no entendían) y muy particularmente la opción preferencial por los pobres pregonada como una traducción del concilio para América Latina fue insoportable para una mayoría acostumbrada a los actos de piedad popular, al incienso por doquier y a expiar sus culpas mediante una ofrenda económica a la que llamaban limosna.
De tal suerte, bien podría habérsele aplicado a la diócesis el lema de Benedicto XV (1914-1922): Religio depopulata (Religión devastada). Y fue en esa época (1971) cuando conocí a un sacerdote que el obispo de Verapaz, don Juan Gerardi Conedera, trajo a Cobán para que se hiciera cargo de la parroquia de la catedral. Se trataba del presbítero Joaquín de Zaitegui y Plazaola, un sacerdote vasco que había sido jesuita.
El padre Joaquín era sabio y políglota. Sabía latín, griego, arameo y sánscrito. Él me enseñó nociones de griego y no poco latín. Y, habida cuenta de que yo aún no tenía cabal entendimiento de qué significaba ser cardenal en la Iglesia católica, un día de tantos se lo pregunté. Me explicó a la sazón cuatro contextos.
El primero era relativo a la comunicación directa con el papa para mejor gobernar la Iglesia. Me expuso con mucha claridad que un cardenal no era un jefe ni un superior. Se trataba de un colaborador cercano al papa, a quien el sumo pontífice le tenía absoluta confianza.
El segundo se trataba de quién podía tener acceso al cardenalato. Para mi sorpresa, me enteré de que un sacerdote llano, sin ser obispo, podía ser cardenal.
Indudablemente, el papa Francisco está signando su pontificado con las mejores escogencias (para liderar la Iglesia) que hayamos visto en los últimos lustros.
El tercero era concerniente a su condición de elector y elegible para el pontificado cuando fuese necesario. Ignoro si para entonces ya estaba implantada la regla de la edad menor de 80 años para poder ser elector.
Y en el cuarto se refirió a las tres órdenes cardenalicias: cardenales obispos, cardenales presbíteros y cardenales diáconos.
Luego me explicó, previa cocción de café de olla, tres características indispensables que a juicio de él habría de tener un cardenal. La primera se trataba (y se trata) de una fe inquebrantable sin importar los vendavales que le sobrevinieran a la persona elegida. La segunda atañía a mirar con esperanza incluso en los momentos más devastadores que pudiera sufrir aquella persona. La tercera, mirar con amor, particularmente a los desposeídos, a los segregados y a los pobres entre los pobres (hasta aquí se trataba de las tres virtudes teologales). Y la cuarta, hablar con la verdad y testimoniar la verdad.
Después de un largo silencio y de consumir otra taza de café (estábamos a una temperatura de 10 °C en un día del mes de diciembre) me contó que en la curia romana se utilizaban otros criterios atinentes a las realidades y necesidades de los territorios donde el futuro cardenal sería nombrado.
Cincuenta años después, el 1 de septiembre del presente año, el papa Francisco nos despertó con el anuncio de la cercana proclamación cardenalicia de monseñor Álvaro Leonel Ramazzini Imeri, obispo de Huehuetenango. Y menuda sorpresa me llevé al escuchar en las redes sociales su primera alocución respecto al cargo y al título honorífico que en breve tendrá, pues en no más de ocho minutos explicó —palabras más, palabras menos— aquel perfil que el padre Joaquín me describió como ideal cinco décadas atrás. Me encantó, muy particularmente, el mensaje que envió a los sacerdotes y a los obispos.
Indudablemente, el papa Francisco está signando su pontificado con las mejores escogencias (para liderar la Iglesia) que hayamos visto en los últimos lustros.
Así pues, larga vida a monseñor Ramazzini. Ahora ya tenemos a una persona de entera confianza por medio de quien podemos contarle al papa nuestro sentir como pueblo y como Iglesia.