Es un martes como cualquier otro. Ya va avanzado el mediodía. Un amigo se dirige a su casa a almorzar y, al pasar por Cayalá, de la nada, un disparo impacta su carro.
Lo publica en Facebook con la foto de la estela que dejó la bala furtiva cerca del parabrisas y comenta que acaba de ser testigo de un fuego cruzado. Él está bien, solo que, imagino, muy asustado. Le escribo algunas frases solidarias y me quedo pensando en la desdicha de vivir en un país donde en cualquier momento te puede alcanzar una bala perdida. Es cierto que todos vamos a morir y que nadie se muere en la víspera, pero qué terrible vivir con la zozobra de que la muerte nos acecha en cualquier esquina.
Ese mismo martes, cerca de las diez de la mañana, un anciano de más de 80 años se hinca frente a su rosal para podar unas ramas. Remueve pensativo la tierra húmeda y saca despacio la mala hierba que se empeña en salir a pesar de sus cuidados. Hace apenas un mes que enviudó. No le gusta estar dentro de la casa sin hacer nada porque eso lo deprime. Prefiere ocupar su mente y sus manos en cuidar su jardín. Agachado en este, revuelve su memoria con el mismo rigor con que escarba la tierra con sus manos. Repasa cuidadosamente los momentos que vivieron juntos, las conversaciones interminables, el nacimiento de sus hijos, el último cumpleaños.
Por un descuido o porque en su cabeza ya no se activan algunas alertas, o quizá sencillamente porque el destino así lo quiso, este anciano dejó la puerta abierta mientras trabajaba en el jardín del frente de su casa. Ni siquiera se percató del carro que llegó ni de los tipos que entraron apresurados a su jardín. Solo sintió cuando lo tomaron por la fuerza, le pusieron una pistola en el costado y lo empujaron hacia dentro.
Ese mismo día, mientras un amigo se salvaba de una bala perdida, otro levantaba a su padre muerto en la sala de su casa.
Los hombres le gritan, lo empujan, lo golpean, aunque él no ofrece resistencia. Siempre ha sido un hombre tranquilo y bastante listo para percatarse de que a sus ochenta y tantos años no está para enfrentar a dos patojos.
Nadie sabe a ciencia cierta lo que sucedió después. El médico forense explicó que el anciano recibió un golpe muy fuerte en la espalda. Le rompieron las costillas, y esto le provocó una hemorragia interna. Sus pulmones colapsaron repletos de sangre. Fue una muerte instantánea. Los asaltantes lo dejaron tirado en el suelo mientras desbarataban la casa buscando objetos de valor para robar. Ignoran que lo que más preciado que había yace sin vida en el suelo de la sala.
Más tarde, alguien da aviso a la policía y los criminales salen huyendo. Se da una persecución que termina en un fuego cruzado enfrente de Cayalá. Ese mismo día, mientras un amigo se salvaba de una bala perdida, otro levantaba a su padre muerto en la sala de su casa.
Desde mi ventana miro un hermoso atardecer sobre el volcán de Agua. Una estampa sin parangón hecha por el mejor artesano. Un paisaje de ensueño que embriaga para que no veamos las pesadillas que habitan en sus entrañas.
Con la mirada fija en el arrebol del horizonte y los ojos llenos de lágrimas, me vienen a la mente un batallón de preguntas viudas de respuesta. ¿Acaso era necesario golpear al viejito hasta matarlo? ¿No pudieron encerrarlo o amarrarlo? ¿Por qué convertir un robo en un asesinato? ¿Por qué este país tiene que ser tan miserablemente violento e inhumano?
Finalmente, el astro cae dormido en el ocaso. La estampa se decolora. El manto negro de la noche baja cual telón en el escenario. Por fin el paisaje se quita la máscara.