Nada, absolutamente nada, justifica la acción de la patrulla militar que agredió a dos jóvenes en San Pedro Yepocapa, Chimaltenango. Tolerar o como mínimo aceptar como válida esa actitud es una vergüenza desde cualquier ángulo desde el cual se mire.
El video que ha circulado en redes sociales muestra cómo tres hombres, adultos, armados, entrenados como soldados, utilizan su fuerza física y destreza para golpear a dos adolescentes. No hay evidencia de que las víctimas de la agresión hubiesen cometido algún delito. Se trata, al parecer, de dos jóvenes que corrieron luego de que la patrulla los detuviera. Haber corrido es, por lo que indica uno de los agresores, razón válida para perseguirlos, detenerlos y, una vez bajo control, propinarles una paliza que podría dejarles secuelas.
Según el Ministerio de la Defensa Nacional (Mindef), los elementos castrenses habrían realizado «un inadecuado procedimiento de identificación de personas». El instituto armado considera que, con haber presentado la denuncia correspondiente, sin identificar de manera oficial a los responsables, ha cumplido su deber. Sin embargo, nada está más alejado de la acción correcta que esta manera de evadir la gravísima responsabilidad institucional por este hecho.
Que un miembro de la fuerza armada (ya no digamos tres y al mismo tiempo) atente contra la integridad física de una persona no es un hecho nimio. No. Por el contrario, es motivo suficiente para que cualquier institución militar que se precie de profesional revise sus procedimientos y deduzca las responsabilidades del caso más allá de los agresores concretos.
Una institución competente estaría revisando los mecanismos de control interno (si es que los hay) a fin de establecer en cuál de estos se encuentra la falla. Tendría que establecer si sus criterios de selección, como punto de partida, llevan a incorporar a sus filas a seres psíquicamente inestables y abusadores por naturaleza. Habría de revisar si el fallo está en la manera como se forman, educan, entrenan y preparan los integrantes de las fuerzas armadas, tanto en la tropa como en la oficialidad. Es decir, estaría en evaluar si el currículo de estudios tiene un contenido y un cuerpo docente capaz de formar a los elementos que la democracia requiere. De igual forma, evaluaría hasta qué punto son respetados los mecanismos de profesionalización y el sistema de carrera militar para oficialidad y tropa.
Ese, por supuesto, sería el procedimiento ideal, insisto, en una institución que actúa profesionalmente. Una situación que con mucha probabilidad no se presentará, pues, en realidad, el Ejército buscará manejar la crisis desde la óptica de la sensación y opinión externa, de mejorar la imagen, que le dicen, y no ver hacia adentro y corregir la falla.
Gerenciar la crisis desde la óptica de limpiar o mejorar la percepción solo busca mantener al Ejército nacional en tareas que no le competen: funciones de seguridad ciudadana, un campo de acción para el cual no está formado. Al respecto, la evidencia está en el video de marras, en la masacre de Alaska en 2012 y en los hechos que llevan a los tribunales las acciones de genocidio cometidas hace tres décadas y media. Porque hay que seguir viendo el pasado para entender esta gravísima conducta del presente.
El desborde funcional con el que operó el Ejército durante la estrategia contrainsurgente sentó las bases institucionales para la comisión de abusos que derivaron en genocidio. La falta absoluta de valoración autocrítica y de reconocimiento de esa responsabilidad para con la sociedad ha nutrido la persistencia de un patrón y una cultura institucional de tolerancia del abuso, estímulo de la agresión y procura de la impunidad a toda costa. De ahí que es menester requerir la entrega de cuentas por parte del alto mando del Ejército. Los agresores habrán de ir a dar cuenta de su abuso a los tribunales. Pero quienes los educaron e hicieron de estos soldados máquinas de agredir civiles también deben rendir cuentas a la sociedad. En definitiva, el zapatero debe ir a su zapato y el soldado a su cuartel.