Los aniversarios son celebraciones de las ausencias, de lo que fuimos y de aquello en lo que nos convertimos, de fotos amarillas, de arrugas en la frente y en el traje y de los abismos.
Fui el primer nombrado. Apareció mi foto en las dos pantallas dispuestas a cada lado del escenario, la que con 24 años me tomé en un estudio que quedaba por Carabanchel y cuyo nombre no recuerdo. Tengo presente su pequeño recibidor, donde estaba dispuesto un camerino con un espejo sucio coronado con cuatro bombillas en un artesanal bastidor de madera, corbatas de diseños sicodélicos, un par de sacos con amplias solapas y cepillos y peines dispuestos para su uso. Yo pensaba en los piojos al verlos. El salón del estudio tenía un sillón, una esquina con juguetes, un caballito de madera con colores verdes y rojos muy vivos, siempre recién retocados, y, en la esquina opuesta, un fondo blanco con un banco sin respaldo, donde se tomaban las fotos. Te daban cuatro o seis, según pagaras. Tu llegada a la adolescencia se marcaba el día en que ibas solo a tomarte las fotos tamaño cédula que te pedían para el carnet del equipo o para algún trámite. Siempre quedaba alguna para dar con dedicatoria cariñosa a la posible o imposible chica que te gustaba. Así era el amor en la era predigital.
Me dieron el diploma. Veinticinco años decía. Yo, que no fui a mi graduación ni al acto de juramentación por tontos e infantiles boicots personales, estaba allí rodeado de viejos profesionales y sus familias, sentado, oyendo los pomposos discursos, las lecturas de las actas, los himnos, las banderas y los «saludo uno» y «saludo dos». Los abogados somos muy ridículos, farragosos, enrevesados, y sin embargo, al ver pasar a cada uno de ellos, de nosotros, me dio una infinita e inexplicable ternura. Se veían orgullosos y contentos. Caminaban por una sala repleta con paso firme, saludando a los conocidos en el camino y con la sonrisa permanente. Faltaron muchos, pero sobre todo faltaron los abogados operadores de las redes, los más visibles. Cuando fueron nombrados, un silencio se hizo en el salón. Todos los reconocemos, y en el fondo sienten vergüenza (o eso quiero creer).
Hay una parte de lo que hago que no cambio, y es sentarse y escuchar al cliente que se convirtió en amigo.
Ese día, Morales, el de la impunidad, el del descaro, el asesino de niñas y de esperanzas, hablaba en la gran sala de la Asamblea General de la Naciones Unidas mostrando como logro la aniquilación de las instituciones, el orgullo de mantener un solo poder que reúna a jueces, diputados y funcionarios en una unidad de poderes dispuestos a un único y gran objetivo: mantener el sistema de privilegios, latrocinio y corrupción con ayuda de mis colegas. Ellos les dan forma a los objetivos políticos espurios. Hacen decretos, redactan leyes, se juntan en cafeterías, en salones de directivas, en sótanos, en decanatos, en la parte de atrás de camionetas blindadas, como Al Capone, como Corleone, como Bolsonaro, como Trump, y hablan y huelen a colonia, y tienen el cuello irritado de tanta corbata apretada. Comer fuera siempre engorda. Las camisas les quedan pequeñas y el título grande. Licenciado.
El discurso del acto hablaba de la «noble profesión», y yo pensaba que no hay romanticismo ni misticismo en los códigos, en las audiencias, en las demandas, en los contratos, en las negociaciones, en los finiquitos, en las ventanillas cerradas, en las malas caras, en el «vuelva mañana», ni en el olor a cebolla y perejil de los archivos, en el «el compañero está suspendido, lic», en «te pago a plazos», en «está muy caro», ni en «recordame de qué era esta factura» ni en los juzgados de paz en pueblos irredentos ni en los pleitos de familia ni en los divorcios ni en las herencias ni en el hijo preterido. No hay épica en el miedo, en las amenazas, en mirar al retrovisor, en cambiar de ruta, en que trabajes en una profesión de riesgo, en enojar a quien no te lo perdonará.
Sin embargo, hay una parte de lo que hago que no cambio, y es sentarse y escuchar al cliente que se convirtió en amigo, al niño que ya es adulto, al ilusionado enamorado próximo a casarse, al frenético vendedor con un negocio en ciernes, a ponerle nombre al negocio, al abrazo de despedida, a la ilusión no defraudada, a los problemas de los hijos con los padres, a las mujeres con miedo acompañándolas a dar el primer paso, a la felicidad de la primera casa, de la primera venta, de la orden de libertad. De entregar lo que es justo, de convencer que con eso es suficiente, de que te digan gracias y te vean a los ojos. Escuchar callado a los demás es la profesión más antigua, no la otra que dicen. Yo no soy abogado. Soy oidor.