No hay palabras para describir la desesperanza que se vislumbraba en la mirada de los padres de Claudia Gómez, la niña migrante matada en una frontera entre México y Estados Unidos, durante la llegada del féretro a Guatemala.
No hay palabras para describir a las huestes de Daniel Ortega disparando a matar en contra de un pueblo que exige sus derechos.
No hay palabras para describir los falaces discursos de los tiranos (de cualquier ideología) invocando la democracia para justificar sus felonías.
No hay palabras para describir los últimos acontecimientos sociopolíticos en Guatemala y Nicaragua. Parecieran como salidos de un libro de Edgar Allan Poe, el autor a quien Jorge Luis Borges llamó un «inventor de pesadillas».
En la «Introducción general» de la obra antológica Narrativa completa, de Edgar Allan Poe, el prologuista refiere, con relación al estilo de Poe: «Independientemente del tipo de relato de que se trate (trascendental o cómico), hay otra serie de figuras semánticas (metáforas y símbolos principalmente) que se repiten en muchos de ellos bajo apariencia diferente. La grieta que aparecía en la fachada de la mansión de los Usher —casi imperceptible a la llegada del visitante— se interpreta simbólicamente como el mal que aqueja a la familia durante siglos, un mal que pasa de generación en generación, hasta que, al final, la casa se derrumba» [1].
Y si a esas metáforas y símbolos les ponemos atención, pareciera como si la grieta de la fachada de la mansión Usher ha sentado reales en nuestros países.
Pero no. «El mal no es la última palabra». Así se titula un acápite de la obra La danza de los íntimos deseos. Siendo persona en plenitud, del antropólogo Carlos Cabarrús, S. J. [2] Y porque lo creo a pie juntillas, así titulé este artículo: «El mal no es la última palabra». Sin embargo, para hacerles frente a las grotescas grietas que nos avisan de un inminente derrumbe en nuestros lares, hay que tomar en cuenta una de las advertencias de Cabarrús en dicho texto: «Lo peor del mal es que tiene una gran capacidad de seducirnos. Desde fuera de nuestro cuerpo, desde las pantallas de televisión o del Internet. En ese sentido diríamos que el mal ha cobrado una fuerza inusitada. Nunca ha sido tan poderoso como ahora. Y su modo de seducción tiene dos rostros: o tentándonos descaradamente —como en el caso del poder o del dinero— o tentándonos de forma sutil, disfrazado de “ángel de luz” que diría Ignacio, glosando a San Pablo, defendiendo la institución o jugando con la palabra de Dios para buscar lo que me viene bien; o, en definitiva, propagando los fetiches que domestican y descarrilan a la gente».
La esencia de lo humano siempre está presente en el pueblo de a pie, en el pueblo que se gana el pan diario honradamente y que, aun con dificultad, sí paga sus impuestos.
¿Algún parecido con los afanes de los mandamases de Guatemala y Nicaragua? Qué digo. No los mandamases, sino los voceros de sus verdaderos amos.
Se dicen defensores de la Constitución cuando han sido los primeros en pisotearla. Se dicen líderes democráticos cuando han hecho de su familia y de sus amigos verdaderos núcleos de poder. Parecen de libre albedrío, pero Jimmy Morales está fetichizado como ungido y amigo de Sion y Rosario Murillo, vicepresidenta de Nicaragua y esposa de Daniel Ortega, como una persona de «pensamiento mágico contra toda lógica» (por sus árboles de la vida) y como una seguidora fiel de ciertos gurús de la India.
Yo a estos los llamo aprendices de esos «ángeles de luz».
Más temprano que tarde, semejantes alardes generan anticuerpos. Particularmente cuando sucesos como la muerte de Claudia Gómez sacuden las conciencias. Porque, más allá de posturas ideológicas, la esencia de lo humano siempre está presente en el pueblo de a pie, en el pueblo que se gana el pan diario honradamente y que, aun con dificultad, sí paga sus impuestos.
Así las cosas, no obstante que el mal se nos aparezca sonriente, con cara regordeta, atractivo y con pico de oro en sus falaces discursos, recordemos, pueblo: «El mal no es la última palabra». En nosotros queda la responsabilidad de rechazarlo.